Me podría haber unido a los simbolistas del XIX, pero no me hubiesen aceptado en el Salón de París. Me hubieran encontrado un loco”.

Detrás del pintor de 34 años, su obra “El jabalí”.

Han sido cuatro años desde que la serie “La vida eterna”, de Guillermo Lorca, fue montada en el Museo Nacional de Bellas Artes. El pintor chileno, formalmente realista, sumó a sus 30 años los aplausos de la crítica gracias a árboles de ramas extensas que refieren a mundos oníricos y niñas de gestos severos que juegan con perros. Elementos que, sin suprimirlos del todo, cederán protagonismo a las bestias en “Animales nocturnos”, su nueva exposición en GAM.

Entre las obras que prepara en su casa-taller de Las Condes para el centro cultural, la pintura “El jabalí” tiene reminiscencias de este capítulo del MNBA. Específicamente de “La cacería” (2013). Sin embargo, la vaca es ahora un jabalí; los perros pasaron del blanco, el negro y el café al dorado, y en vez de la leche que lo inundaba todo, hay sangre.

“Hay un movimiento sensual que se da en los animales que están matando a otros. Tienen elegancia, tienen fuerza”, dice el autor que presenta 17 obras. “La cacería era un tema que gustaba en la aristocracia, a los nobles y a los reyes. Es paradójico que, estando en un lugar seguro y de privilegio en la sociedad, su hobbie haya sido ir a buscar esa violencia de la que estaban a salvo”.

—En 2018, cuando es un tanto utópico alejarse de lo antropocéntrico, ¿por qué elegir animales?

—Me voy agarrando de ciertos símbolos que hago en mis imaginarios. Relatos con animales que te dejan una sensación de intriga extraña. Porque los entiendes, pero te deja cosas ilógicas como en los cuentos de hadas: Hansel y Gretel van al bosque, pero los abandona el papá, después se encuentran con una bruja, la matan y vuelven con el papá, ¿al que perdonan por haberlos abandonado y le llevan una recompensa? Es incoherente, pero uno lo sigue y lo cree porque se parece más a cómo funciona el inconsciente. Dostoievski habla de la condición humana, pero no se sabe específicamente cuál. Creo que eso es lo que busco. Que un arte tenga muchas capas. Que toque algún punto, ojalá no sepa cuál.

—En “El jabalí”, uno de los perros tiene el hocico ensangrentado, pero está arrepentido. ¿Es una imagen de incoherencia presente en los animales?

—Un animal puede ser lo más tierno del mundo, como el perro, que uno asimila hoy como una guagua, pero ese mismo ser apacible se vuelve autodestructivo si tiene que sobrevivir. El humano también tiene ese instinto sádico. Puede volverse torturador y matar por placer. En una guerra, soldados que acaban de matar a otros soldados entran a las casas y… ¿violan a las mujeres? ¿Después de matar quieren tener sexo? No es normal. Encuentro interesante que el arte pueda tocar esta fibra con la que no nos enfrentamos generalmente.

La antiacademia

—En el mercado del arte ¿qué tan posible es vender un cuadro de imágenes violentas? ¿Cuánto se puede querer un cuadro así junto a un sillón?

—Hay bellezas que son simples, que a todo el mundo les van a gustar un poco. Obviamente me gusta un jardín lindo, pero no me gustaría pintarlo. Cuando el arte se vuelve más salvaje es un buen punto para la sociedad. En las sociedades con mayor problema de salvajismo, África u Haití, el arte que se produce es más cercano a la artesanía. Te aseguro que en Ruanda, en el genocidio, no se hizo un arte “feo”. Cuando se está más incivilizado, el arte aparece más ingenuo, más agarrado a clichés, más objetivamente bonito. No trascendente. Cuando se está más “civilizado” se necesitan más gritos para encontrarse.

—¿Por qué le diste la espalda a la academia no terminando Arte en la UC?

—Hice tres años y le di bastante la espalda. Estoy haciendo dos libros para el 2019 y en uno Edward Lucie-Smith (“Art today”, Phaidon) escribió un texto sobre lo político en mi pintura. Postula que el arte latinoamericano se caracterizó por llegar al mundo con una vertiente de mucha potencia como arte político de izquierdas en contexto de dictadura. Que ése sería el arte que llega para afuera y que eso genera una cadena muy intelectual que anula toda la pintura de “caballete”, de medios tradicionales. Que donde se podría manifestar la pintura es en los murales mexicanos por ejemplo. Y que este tipo de arte que hago yo rompe con este esquema de cómo hacer arte latinoamericano. Que es político desde la política del arte. En un punto mi arte intenta agarrar un espacio que es antiacadémico.

—Pero si se realiza en caballete y de “forma tradicional”, sería, finalmente, también académico.

—Pero sería de la academia del siglo XIX (piensa unos segundos). O sea, igual hubiese tenido problemas. No me hubiesen aceptado los cuadros, me hubieran encontrado un morboso, un loco. Me podría haber unido a los simbolistas de finales del XIX, pero no me hubiesen aceptado en el Salón de París. En Chile, la academia enseña una estructura de lenguaje que había que aprenderse de izquierdas latinoamericanas, y no digo izquierdas porque sea antizquierdista, sino para definirlas. Había como muchos sentimientos muy potentes de esa utopía perdida en dictadura. Pero desde ahí se fue creando un discurso y un tipo de arte que se mete en el mercado y que, finalmente, es un producto, porque no digamos que persigue ningún ideal socialista de nada. Es parte del mercado internacional. Y está bien. Lo respeto. Pero yo no podía hacer algo de lo que no sentía nada. Yo representaba un poco el arquetipo de lo que no había que hacer.

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