“Yo era porro, porro, porro, y a mis hermanos mayores les iba muy bien en la Alianza Francesa. Y los profesores me decían ‘cómo usted, siendo hermano de sus hermanos,

tiene estas notas tan atroces'. Un día, un profesor me

encendió una chispa: Un

francés de la vieja escuela me comentó que una idea mía la consideró interesante y me

pidió trabajarla. Era un maestro duro, como los de las películas, de esos que te agarraba a los 14 ó 15 años y sacaba lo mejor de ti: ‘¡Vamos a trabajar, vamos...!'. Me puso una muy buena nota

y para mí eso fue como un

despertar”.

Daniel Mansuy (40 años) relata entusiasmado el momento en que encontró un camino y que lo ligaría a la vida académica, con un hito en 2016 con la publicación del ensayo “Y nos fuimos quedando en silencio”: “Un libro, uno de los pocos, que reflexiona políticamente sobre el Chile contemporáneo”, lo describió Carlos Peña, a lo que Héctor Soto agregó que “entrega la mejor explicación de los subentendidos y trampas del proceso de la transición política”.

En su oficina de no más de tres por dos metros en la Universidad de los Andes, su apellido Mansuy y el doctorado en la Universidad de Rennes en Francia explican los textos en francés que abundan en los estantes. Medita sus respuestas los segundos precisos para que éstas no se lean como verdades reveladas, sino que un punto de vista más al tratar temas de discusión pública.

No fue un camino simple obtener la Licenciatura de Filosofía e Historia en la Universidad Adolfo Ibáñez. Primero, definió que su camino iba por las Humanidades, para “ser profesor, sin mayor ambición que la de estudiar ciertos fenómenos sociales, esa cosa vaga que uno tiene a los 17 años”. Pero sus padres dijeron otra cosa: “En mi casa la recepción fue más bien fría. Y comencé a estudiar Ingeniería Comercial en la Universidad de Valparaíso, sin ningún ánimo de terminar. Hice grandes amigos y jugué mucho fútbol, pero poco más. Fue el acuerdo familiar al que pude llegar en ese minuto, pero no me interesó nunca y apenas pude, salté”.

—¿El “apenas pude” fue cuando tus papas se dieron cuenta de que no eras feliz?

—No. Fue cuando yo me di cuenta. Dormía con angustia, imaginándome en un banco con una planilla Excel todo el día, que ahora sé que no es lo que hacen mis ex compañeros. Dije “me cambio” y lo concreté después de mil diluvios.

—¿Y a la larga?

—Entiendo a mis papás. Está siempre la inquietud por querer lo mejor para un hijo. Y que no la pase mal. Claro que mirado hoy, suena un poco absurdo.

Su otra experiencia vital frustrada —aunque duró casi una década— fue la militancia UDI, partido en el que se inscribió “a los 14 o 15 años”, y en el cual colocó lienzos campañeros, hizo puerta a puerta, reclutó gente. “La UDI era un grupo chico, muy místico, que transmitía algo que con los años abandonó”. ¿Con qué se quedó? “Estar a los 20 años con amigos haciendo cosas porque crees en algo es muy importante en la vida. Se forjan relaciones y experiencias importantes. De ahí nos conocimos con Hugo Herrera y Manfred Svensson (filósofo de la U. Andes)”.

“Pasar mis horas en la biblioteca estudiando. ¡Eso es lo que más me gusta!”

—¿La definición de intelectual te calza?

—Sí, entendiendo por tal a quien trabaja en el mundo de las ideas, e intenta participar en el debate público sin renunciar a su carácter académico. No me interesa participar activamente en la política, pues mi principal actividad es pasar mis horas en la biblioteca estudiando. ¡Eso es lo que más me gusta!

—¿Qué se necesita para ser intelectual? Tengo entendido que eso les preguntó Piñera a ti, a Hugo Herrera y Pablo Ortúzar en un almuerzo al que los invitó a La Moneda. Pablo le respondió: Estudiar Humanidades, no encontrar trabajo y ponerse a leer. Tú no le respondiste ese saludo de bienvenida.

—No le respondí: la pregunta me irritó un poco. Pablo tuvo la salida genial.

—¿Y por qué te irritó la pregunta?

—Fue hecha en tono irónico. Así como ‘¿Qué comen ustedes?' Nos estábamos conociendo y fue una pregunta rara. Ahora, tampoco tiene mayor importancia.

—¿Fue la única reunión con él? ¿Te parece interesante su disposición a juntarse con el mundo de ustedes?

—Después estuve en su casa en una ocasión, con un grupo grande. Y sería todo. Muestra una apertura al diálogo, aunque tengo mis dudas si se traduce en algo concreto. No es mi papel tampoco reunirme periódicamente con políticos.

—Sí te interesa influir.

—Influencia intelectual, no como poder desnudo: Poner en el debate público ideas que están ausentes.

—En una columna del 17 mayo de 2016 en “La Segunda”, donde analizas el papel de Carlos Peña, planteas que “la influencia sólo es fruto de un esfuerzo de largo alcance, trabajo sistemático y persistente”. ¿En qué se nota en tu caso ese esfuerzo de largo alcance?

—Pensar durante muchos años la realidad según categorías intelectuales que uno tiene. Probablemente cuando Carlos Peña comenzó escribiendo sus ideas no eran tan influyentes como hoy, pero desplegó una estructura de pensamiento a través de los años. El que Peña se haya consolidado como el columnista de Chile de los últimos 10 o 15 años no tiene nada de casual. Hay trabajo detrás.

—Cuando uno consulta por tus insumos intelectuales, se destaca una línea aristotélica en política. ¿Qué significa?

—En su Política, Aristóteles busca comprender la realidad política desde su propia lógica. Más allá de las miserias involucradas en ella, es un actividad noble, que merece ser pensada porque en lo político se despliega lo humano. Esa reflexión permite, además, proveer de cierta orientación a la vida social. Esas ideas, que están en el centro del trabajo de Aristóteles, me siguen interesando, sabiendo que deben ser actualizadas. En la modernidad, me parece que Alexis de Tocqueville y Raymond Aron son quienes más en serio se han tomado el desafío de pensar el fenómeno democrático, preservando algunas de esas categorías aristotélicas.

—¿Cuáles son las tentaciones del intelectual? Vargas Llosa advierte que “en la civilización del espectáculo, el intelectual solo interesa si sigue el juego de moda y se vuelve un bufón”.

—Es una tentación evidente en la medida en que uno quisiera bailar al son de lo que dicta el ritmo frenético de la opinión pública. Pero eso implica una especie de abdicación, una renuncia al aporte que uno puede hacer: una distancia crítica respecto de lo que pasa en el mundo. Por otro lado, uno debe saber que cuando se dedica a las ideas, la figuración pública es parte de lo que uno hace, pero no es lo más importante. Hay que cuidarse de la tentación —a la que todos estamos expuestos— de caer en la hoguera de las vanidades, no buscar el aplauso fácil y creer que la columna es el legado intelectual de uno. Hay que ser muy humilde: La columna perece, y además, perece mañana.

—Tú planteaste en un artículo de 2014 que la agenda pública tiene mucho de frivolidad: “No se cansa de discutir temas de moda en el hemisferio norte olvidando que cada pedazo de nuestro territorio tiene urgencias dramáticas”.

—Por mencionar un ejemplo reciente, en la discusión sobre la Ley de Adopción, que es muy relevante para avanzar en temas de infancia, el debate se ha centrado única y exclusivamente en homoparentalidad. Está bien esa discusión, pero ¿no será mejor tenerla al debatir de matrimonio?

—¿La valórica no es la discusión central del Chile actual?

—No es que niegue su relevancia, por supuesto que es importante, pero me parece muy sobreestimada. El espacio que ocupa en los diarios —debe ocuparlo, no digo que desaparezca— está muy por sobre lo que le interesa a la gente y lo que es urgente en Chile: la semana pasada vimos lo de la cárcel, el Sename lleva años pendiente, y hay un largo etcétera.

—¿Por qué entonces la élite termina atrapada en esos temas de nicho?

—Porque se obsesiona con ellos. Se mira al ombligo e intenta importar debates: ‘Esto se está discutiendo afuera, cómo no la vamos a discutir acá'. ¡Pero acá tenemos otras urgencias! Y ahí perdemos ancho de banda, pues la capacidad del sistema político es limitada, y cuando pasamos una semana discutiendo un tema dejamos de discutir otro esa misma semana.

—Como estudioso de la historia, ¿no es un riesgo permanente de la élite discutir asuntos lejanos a la población?

—Sí. Toda la discusión por las leyes laicas en el siglo XIX —tema importante—, se dio en nuestro país con una virulencia sin sentido, pues el tono se importó desde Francia, donde la Iglesia —a diferencia de Chile— era antirrepublicana, y por eso era la enemiga del Estado. Por eso digo, ojo, podemos pasar 4 años discutiendo sobre homoparentalidad, eutanasia y matrimonio homosexual, pero no son los ejes por donde pasa la política hoy. ¡Si la señora sigue andando dos horas al día en Transantiago para llegar al trabajo sin ver a sus niños! El candidato Piñera fue más bien conservador en matrimonio, aborto y ley de género, y sacó 54%. La élite se pierde y —aunque no ha ocurrido en Chile— se arriesga a que surjan tipos de populismo por el costado, que conectan más directamente con las preocupaciones de la gente.

“Siempre es difícil hablarle a Sebastián Piñera”

—Este fin de semana, Piñera dio una entrevista en La Tercera y sintetizó diversas de sus creencias, con temas como libertad, democracia, etc., y un párrafo donde plantea “una sociedad solidaria que se preocupa no solo de lo que le pasa a cada persona y a su entorno, sino que se preocupa de su comunidad”. Tú criticas el exacerbado individualismo y buscas recuperar ciertas nociones de comunidad, ¿qué te pareció?

—Me parece bien. El punto es que es tal la cantidad de cosas en las que cree que hay que ver cómo se combinan y en qué se traducen. Me reservo mi derecho a la duda. Es efectivo en todo caso que en el discurso de la derecha se han introducido, tímidamente, ejes que hace 10 años no estaban presentes o lo estaban de manera muy secundaria. Ahora, por ir a un caso actual, la claudicación del Gobierno en el protocolo de objeción de conciencia no es un buen augurio: allí se renunció deliberadamente a defender una comprensión robusta de la sociedad civil y de la comunidad política.

—Ese eje viene en parte de Mauricio Rojas. ¿Cómo ves su influencia?

—Siempre es difícil hablarle a Sebastian Piñera, es difícil convencerlo de algo. Entiendo que se llevan bien, que lo oye. No es un hombre tradicional de la derecha: Viene de la izquierda, se convirtió, pero no a un neoliberalismo ortodoxo, sino que entiende que la socialdemocracia europea tiene aspectos positivos y negativos, e intenta hacer un equilibrio. Enriquece el discurso, pero ¿cómo se traducirá eso en la discriminación de las isapres a las mujeres, por ejemplo?, ¿en la prioridad a los más vulnerables? Está por verse.

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