Entre Concón y Los Molles, en una franja litoral con muchos condominios de veraneo —y la agobiante red vial y comercial que eso trae consigo—, es un lujo descubrir una escondida caleta de pescadores, a la que se llega por un sinuoso acceso campesino. Nacido desde la Ruta 5 Norte, el camino se aparta del desvío a Papudo y en no más de 6 kilómetros —lentos 30 minutos—, deja al viajero a la orilla del mar; junto a la desembocadura de los ríos Ligua y Petorca, y su humedal. El lugar, llamado Caleta Ligua o Las Salinas de Pullally, se ofrece como el más plácido, amable y secreto lugar para disfrutar de la naturaleza o iniciarse en las artes del surf, el canotaje o la pesca de orilla.

No sólo los persistentes vientos del suroeste o los del norte hacen la principal materia de una visita. También son posibles los trekking de observación de flora nativa o de aves silvestres. Para el primero (ojalá en primavera) una ruta excepcional es un raid litoral entre Papudo y Caleta Ligua (o viceversa) por la cantidad de plantas y su belleza escénica. Para observar pájaros marinos (zarapitos, pilpilenes, yecos, perritos...) el mejor sitio es la playa larga que, nacida aquí, tras siete kilómetros al norte llega hasta Guallarauco.

En su medianía, se podrá torcer al Este y subir por las márgenes del río Petorca, en donde encontrará pájaros de “tierra adentro” (garzas, queltehues, jotes, huairavos...) y la visión magnífica de las dunas de Longotoma, una especie de cordillera de arenas rubias.

El mar no es el único destino ni atractivo de la excursión. Es que, antes de llegar, ya es sensible una gran luminosidad y transparencia atmosférica. La vista se expande y se captan límpidas imágenes que traspasan varios planos hacia un horizonte de montañas azules. Esto, porque el uso del suelo (ganadero) no admite parcelaciones menores ni cercados que corten la vista sobre la amplitud y limpieza de los potreros.

En lo inmediato, el “sendero” está flanqueado por robustos molles, maitenes, chilcas y alguna higuera. En los faldeos del cerro El Cobre y el Alto de la Piedra (siempre a la izquierda) se pueden ver ejemplares de Trichocereus litoralis (un gran quisco), espinillos, cuerno de cabra, colliguayes… En la altura, cruzándose, bandadas bulliciosas de tordos, encantan. La nota épica la ponen centenares de caballos pastando. Zaínos, bayos, apeucados, azulencos, cuculíes, alazanes… que hacen necesaria una detención, para jugar, poniendo a prueba los conocimientos sobre esta gran gama de colores equinos.

Seguro que la singularidad de estos lugares se debe a que su acceso siempre estuvo restringido a ser uno de los caminos particulares e internos de la Hacienda Pullally.

Sal y caballares

Esta zona costera estuvo poblada durante milenios antes de la llegada de los españoles. Entre otros, la cultura Bato, diaguitas, incas, y los históricos changos dejaron por aquí sus huellas. Desde 1599 los habitantes aborígenes y las tierras fueron encomendadas a doña Isabel Osorio de Cáceres. De esa familia, cambiando de apellidos, llegó a los Bravo de Saravia, que dieron origen al marquesado y mayorazgo Irarrázaval, marqueses de la Pica.

En 1835, el almirante inglés Robert Fitz-Roy pasa por aquí e imagina que el curso del río Ligua lleva hasta la misma ciudad, remando. En 1881, el marino Vidal Gormaz habla de los mil quintales de “sal prieta” que se cosechan en las Salinas de Pullally. Hoy, un campesino cuenta que su padre trabajó “paleando” sal hasta 1950. En fin, hay mucha historia en tan minúsculo lugar. Más atrás, un gobernador del reyno, lo nombró como “La Voca”; otro le llamó La Playa y hasta en 1754 se lo pensó como un lugar adecuado para fundar La Ligua, desde el nombre Las Salinas de Longotoma. Sin embargo, como estaba muy expuesto a los vientos, se desechó la idea; además de que era difícil dotarlo de agua, y no había árboles como para construir una ciudad. Mientras tanto, sus dueños, desde el cultivo del cáñamo, mantuvieron una gran industria colonial, la de las jarcias para barcos. Luego devendría en ganadera y triguera. Esta vez, vemos centenares de caballares pastando.

Hasta el momento —porque no han irrumpido las inmobiliarias— la convivencia tierra-mar y ser humano es armónica y no se niegan una a otra. La amplitud de la caleta y su boca al mar es la justa para sustentar la cantidad de turistas que la visitan; aunque, a ratos, el ancho de su camino de acceso se haga estrecho. Y es tan atractivo, pues los cursos del estero Las Salinas y el del río Ligua —llenos de agua de mar— ofrecen un tranquilo preámbulo (poco profundos y con suave fondo de arenas) para caminar por sus lechos al encuentro de las olas. La limpieza del lugar, su amparo al viento y, sobretodo, la ausencia de urbanidad y comercio, aconsejan que el solaz social del viaje, ya en la tarde, sea desde un picnic, aquella amable forma que se aviene a la perfección con tan íntimo paisaje humano.

Hoy, la Caleta Ligua es un lugar secreto que se comparte. No es raro que quienes llegan allí, sin conocerse, se hermanen y se sonrían, sólo porque a todos les gustan las plantas, las aves, las olas y el viento que invita a surfear.

(Continúa en la página 16)

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