Autosuficiente y frugal, soltero inveterado, flaco y pecoso, bueno para la chuchada y el diminutivo, divertido y paradójico, tímido, pero con lengua de loro cuando agarra confianza, enemigo de los fanatismos y los excesos, cree que su gran logro ha sido llevar una vida dedicada al ocio.

En 1976, cuando volvió a Chile después de vivir en Europa, se radicó definitivamente en el litoral central, en una desordenada mediagua donde vive rodeado por libros, carpetas, discos y una tracalada de cachureos que le confieren al lugar el aura de una obra en construcción. “Este desorden no es casual, es lo que tengo en la cabeza”.

Rutinario, pese al caos que lo rodea, cuenta que todas las mañanas escribe en un café para escaparse de sí mismo, y su periplo diario transcurre entre su retiro en Concón y la casa en Viña del Mar de su polola, Valentina, a quien visita todas las noches.

Famoso por ser el poeta más leído por gente que no lee poesía, hace décadas que mantiene un diario personal que le ha permitido crear una obra que da cuenta de las vicisitudes de un hombre deslumbrado y herido por la experiencia cotidiana.

Autor de más de 20 libros autobiográficos (tiene 700 cuadernos y 800 casetes grabados que todavía no ha transcrito), Bertoni es un tipo que padece una severa relación de necesidad y dependencia con la escritura.

Nada de lo que escribe parece indigno de ser registrado y su trabajo obedece al dictado de las obsesiones que recorren su vida: la música, las mujeres, la lectura de los místicos, el humor, el sexo, la enfermedad, el miedo y la muerte.

El prolífico poeta no da tregua y tiene tres libros nuevos por salir. A fines de este mes publicará por Pequeño Dios Editores “The price of love”, en noviembre será el turno de “Cabro Chico”, por Lumen, y en enero del próximo año Ediciones Overol editará “Miércale”.

—Vives retirado por opción. ¿Qué relación tienes con el consumismo?

—Es un vicio envilecedor y creo que le hace mal a los seres. Lo peor que tiene es que no funciona. Si tienes dos pares de zapatos o quinientos, no te van a servir. Tener cuatro Mercedes Benz, tampoco. Es algo que no tiene fin. Por eso para mí no se trata de una cuestión moral, sino más bien de una cuestión práctica.

—De sentido común.

—Pero la gente no piensa eso. Hoy día tener es ser.

Bertoni cuenta que hace un par de semanas el guardia de una universidad lo detuvo por andar vestido con una chaqueta vieja y sucia. “Me miré en el espejo y como andaba como una bolsa, me di cuenta que parecía el hombre del saco”.

—Te tomaron por indigente.

—Absolutamente. Esa es la lectura que hice. Después pensé que si voy vestido como Hernán Larraín no me habría pasado nada, pero por otro lado también entiendo al guardia.

—La monja y crítica de arte Wendy Beckett dice que por primera vez en la historia de la humanidad hay que pagar por obtener silencio. ¿Qué opinas?

—Es que no hay nunca. Por eso cuando se produce un poco de silencio, cuando hay cortes de luz, ahí se hace patente la indigencia de la mayoría del género humano con la cuestión digital, la entretención y los rectángulos iluminados. A la hora y media sin luz la gente empieza a caminar por el techo.

—Un problema pascaliano. No saber estar solo sin hacer nada.

—La gente está confundiendo la información con el conocimiento. La información no es conocimiento. Tú puedes estar lleno de información y ser un imbécil. Hay que digerir las cosas. Además, lo que pasa con la multiplicidad de las cosas es que todo conocimiento se aplana. Después de un rato con la pantalla iluminada todo es igual: Kike Morandé, Jesucristo, Buda, Lao Tse, Pinochet, Franco, mi vecina.

—Ahora se habla de la dictadura de las minorías.

—Veo eso, pero no estoy involucrado. Lo que pasa es que soy muy escéptico.

—Tu pareja hace clases en la universidad. ¿Qué piensas de las tomas feministas?

—Eso también es difícil. Me parece que cualquier tipo de violencia es inaceptable.

—¿Y qué opinas sobre multar a los hombres que dicen piropos?

—Es fregado, pero yo les daría la palabra a ellas.

Bertoni para en seco. Se levanta, busca un libro y lee en voz alta: “¿Qué le diría a los que fruncen el ceño ante sus fotos de chicas en edad escolar? Les diría que los desfrunzan. Yo y los compañeros obreros de la construcción que celebramos la belleza de nuestras liceanas con silbidos y con poemas somos también sus pololos y sus padres y sus hermanos y somos, sobre todo, santos y caballeros. Respeto y más respeto. Eso es lo que hay. Y la admiración de todo varón heterosexual por una joven bonita”. Esa es mi respuesta.

—¿Crees que el discurso feminista radical puede dañar el Eros? Te lo digo porque el feminismo actual no seduce.

—Estoy de acuerdo. Yo tengo una exposición de pinturas con semen que se llama Eyaculaciones y no la voy a hacer porque no es el momento. Pero con el Eros pasa lo siguiente: si yo estoy hablando contigo es porque a tu papá le gustó tu mamá, y viceversa, e hicieron el amor. Tuvieron sexo. A mis papás también. Y a las niñas que protestan también. Si se meten contra eso es un disparate, porque es algo que atenta contra ellas mismas.

—¿Es la libido un motor para tu creatividad artística?

—Absolutamente. Pero eso no corre solamente para mí. Tú tomas a alguien como Picasso o algún otro artista y sucede lo mismo. La libido es una afirmación de la vida.

—Eres autodidacta. ¿Qué importancia le das a esa formación?

—Yo salí del Liceo Alemán odiándolo. Después me fui a Denver, cuando tenía 16, y fue un año súper importante, porque yo iba a estudiar Leyes y allá tuve dos amigos muy importantes. La Betsy Bernard y Glenn Dimatteo. Volví con una idea totalmente distinta después de Estados Unidos. Ahí empecé con los cuadernos. Y esa es toda mi obra.

—Pero estudiaste unos años.

—Entré al Pedagógico a estudiar Filosofía e Inglés.

Bertoni dice que un día un profesor le dijo que cerrara la puerta porque estaba abierta “y la cerré por fuera y no volví más”.

Cuenta que por esa época también fue fundamental la lectura de “El panorama de las artes plásticas contemporáneas”, de Jean Cassou. “Me pasé una semana leyendo ese libro. Fue un despertar. Ahí me di cuenta de que las cosas eran de otra manera”.

—¿Qué otras lecturas fueron importantes en esos años?

—Para mí, los personajes seminales son Albert Camus, Henry Miller y una antología de poesía surrealista que hizo Aldo Pellegrini. Lo importante fue sobre todo el prólogo de Pellegrini, porque decía que había que cambiar de vida. Y eso fue lo que hice. Al final, eso paga porque tengo 72 años y sé que me veo más chico de lo que soy, y yo creo que tiene que ver con una cuestión de salud mental: yo nunca vendí ninguna pomada. Nunca tuve un plan.

—¿En qué sentido?

—Esta pieza me costó cincuenta lucas el año 85. Y yo estoy aquí contigo porque este sitio lo compró mi padre. Y cuando yo llegué a vivir el 76, a los tres meses se murió mi mamá y al final me quedé porque la vida es así. Yo no pago arriendo, voy a comprar a la ropa usada y no participo de los circuitos literarios.

—¿Es difícil manejar el ocio?

—Es lo más difícil de manejar que hay. Sobre todo en civilizaciones como esta, en que nadie tiene idea de lo que es eso.

—Y además, es mal mirado.

—Para más recachas. Pero lo más difícil del ocio es que tu cerebro no para nunca y mi miedo más grande es perder la razón.

—¿Te da susto perder el control?

—Es uno de mis miedos más grandes. Mis cuadernos están llenos de enfermedad, dolor y miedo. A veces despierto y tengo una sensación de desamparo, pero no quiero ahondar mucho en eso. Hay que tener cuidado con ese tema. Además, soy supersticioso.

—Pero escribes para defenderte.

—Escribo por eso, pero a veces no es suficiente.

—¿Te gusta la rutina?

—Yo podría hacer la misma rutina por el resto de mi vida. No me interesa viajar a otros países ni hacer lecturas de poesía. Yo me levanto en la mañana y salgo. Salgo a chocar con gente. A cruzarme con personas en las veredas y a escuchar voces. La salida es indispensable.

—Has dicho varias veces que para ti, en términos literarios, es igual un boleto de micro que la “Divina Comedia”.

—Es una buena definición de cómo entiendo la literatura. Yo me doy cuenta de que Zurita es un buen poeta y que Dante también. Hay otros escritores que son más malos y otros que son mejores… Para mí es clarísimo que mi literatura ha tenido un eco, por la cantidad de gente que me para en la calle y me dice cosas.

—¿Crees que la gente se siente cercana a tu obra porque te expones con todos tus defectos y vulnerabilidades?

—Yo creo que cuando uno habla en serio no está hueveando. Yo me puedo dar cuenta de que (John) Ashberry tiene unos poemas increíbles, pero yo no quiero que ningún autor me deje con la boca abierta. A mí me carga el circo de Soleil.

—No te gustan las piruetas formales.

—Yo apenas puedo caminar por la vereda. Para mí, la cuerda floja está pegada al suelo, no a veinte metros de altura. En cambio, subo a una micro y me encuentro con una señora que está a punto de caerse y le tomo la mano, la sujeto, nos miramos y sonreímos. Eso es un regalo. Para eso tienes que estar mosca.

—En tu poesía hay mucha capacidad de asombro frente a lo cotidiano.

—Así veo la literatura. Yo cuento mis cosas. Por eso te digo que no me importa quién es mejor. O sea, yo no soy hipócrita, quiero ganar todos los premios posibles, lo que pasa es que no voy a mover un dedo por esa huevada, porque no vale la pena.

—Y eso ha pasado finalmente.

—Creo que es una justicia poética bonita. Se ha cachado que no hago ningún esfuerzo por llegar a ningún lugar. Es reconfortante. Es como hablar y que te escuchen de verdad.

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