CLAUDIO CORTÉS

El libro “Botanicum” es protagonista en la recepción.

Abajo: Hamburguesa

de papa y quínoa.

“El lunes no abrimos porque limpiamos las hojas y desmalezamos. Tener un jardín vivo en el mismo restaurante requiere demasiado trabajo. A todos nos gustaría tener uno así —dice Mari Galmez, junto a las plantas—, esta es un nuestra propuesta, y nos gusta que la experiencia sea increíble”.

“No tenemos jardinero”, se suma Pablo Lamarca, el otro socio de Botánica Bistró, con las manos embarradas, dejando de jardinear unos minutos. “Los martes tampoco abrimos. Es un día de trabajo de mesa en que revisamos la carta. Es un modelo de negocios raro. Nos vemos hippies, pero no somos tan hippies. Somos bien maniáticos. No es al azar. Hemos ido creando este espacio con paciencia, sin apuro. Nos visitan, y no tenemos ni siquiera un cartel afuera”.

Arquitectos ambos —por la U. Finis Terrae y la U. Católica respectivamente—, Galmez (42) y Lamarca (36) son los dueños del restaurante en Vitacura. Sin una formación académica detrás en gastronomía, idearon una fórmula cuyo centro es una carta 98% vegana y que, tras seis meses de apertura, ha logrado llenar sus mesas reservando con días de anterioridad, y que el 50% de sus visitantes sean extranjeros sin estar en referentes turísticos mundiales como TripAdvisor.

“Es pequeñito también el restaurante”, detalla Mari, quien se conoció con Pablo en 2011 siendo docentes en la Unab. Cuenta que trabajan con reservas porque necesitan planificar el número de visitantes diario para contar con los ingredientes exactos, los que recolectan día a día del jardín.

Hoy, sin un cartel enorme en las afueras, sus gestos publicitarios son su cuenta de Instagram (@mastica_botanica) y el olor a tierra húmeda de la vereda, el que invita a entrar al restaurante. Allí está la reciente plantación de dedales de oro, kale e hinojos.

Un modo de hacer las cosas y un modelo de gestión administrativo “orgánico”.

Bendito invernadero

En el espacio de calle O'Brien 2830, los miércoles son días de alto público si de almorzar se trata. El sábado y el domingo, el desayuno es el que manda.

Y si bien la carta no es explícita en que echan mano sólo a proteínas del huevo y erizos, las preparaciones hablan por sí solas: ravioles de erizos, emulsión de naranja y mantequilla trufada y cacao, o puré de berenjenas, betarraga confitada, kefir y crackers de masa madre.

Viene la temporada de sopas. Un listado caliente diseñado por la chef Fernanda Boettiger, donde las opiniones de los otros miembros del equipo se suman para enriquecer los colores de los platos. La apuesta es romper con la verticalidad de las cocinas tradicionales donde la orden del chef es incuestionable y sólo se repite literalmente, sin una retroalimentación.

Una innovación como la de uno de sus pulmones: el invernadero.

Está en medio del jardín. En uno de sus costados crecen brotes de betarraga, alfalfa y trigo; en el otro, flores comestibles como la capuchina esperan la llegada de la importación de especies como la mizura, de Japón.

Si tuviesen más terreno, sembrarían verduras y hortalizas como choclos. En tanto, dos bolsas de papel con girasoles rojos y malvas esperan la época de siembra. En primavera se cosecharán. Serán, de seguro, los ingredientes de alguna de las renovaciones constantes de la carta.

Guiso de algas, kombu, cochayuyo y nori más mote crocante y papas nativas.

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