Nunca pretendieron ser grandes poblados. Pero aquí están. Uno, desde tiempos prehispanos cuando un ramal del Camino del Inca pasó por ahí.

Y el otro, desde el siglo XVIII, cuando se encontró oro en el cerro Pulmahue y a sus pies se instaló un rancherío con diversiones, comercio y alojamiento para los mineros, cuando no estaban en la faena.

Es que una chimba —o una “chimpa”, en idioma quechua— significa “del otro lado del río” y, en este caso, es el río Ligua. Mientras que una placilla es un espacio social, provisorio, que dura mientras se explota un mineral. Por alguna razón, ya sin incas ni mucho oro, ambos espacios se transformaron en los poblados La Chimba y La Placilla que perseveraron hasta hoy.

Lo más curioso es que son contiguos, sólo separados por la depresión de una calle a la que llaman La Lagunilla, cosa que no les altera la individualidad ni causa la desaparición de ninguno de ellos.

Así, entre La Ligua y la Ruta 5 Norte, se alinean a una larga calle que les es común, al curso (seco) del río y a la ladera sur del macizo de montañas que forman el cerro Pulmahue (1.160 m). Aparentemente, para un viajero actual, por la claridad y lo rotundo de su trazado, el recorrido sólo tendría una calle —Diego Portales— que baja desde las cercanías de Cabildo, recorriendo la parte media y baja del valle hacia la costa. No son más de tres kilómetros.

Una lección de geografía

Una visita puede comenzar por cualquiera de sus extremos y caminando.

De inmediato sus reminiscencias históricas saltan vívidas a la vista.

Y no se trata de ruinas, sino desde la existencia de sus frutos tropicales, dentro de los predios urbanos y en la calle, a la entrada de las casas. Así, las uvas —las hay rosadas, blancas, negras— cuelgan por los muros. Bábacos y papayos, siempre protegidos en las esquinas interiores de los tapiales, en esta época con frutos que iluminan de amarillo el espacio. Sobre todo, hay muchas higueras, de varias especies, ya madurando. De las ramas de un paltal en La Placilla, cuelgan alcayotas. También lúcumos, chirimoyos, floripondios… un gran platanero en La Chimba, cañaverales en la calle La Amazona y unas insólitas plantas de algodón en la calle de El Ferrocarril… hablan de una fidelidad con los vegetales que desde muy antiguo se sembraron en el valle.

En La Placilla, cuatro calles de oriente a poniente se reparten su sinuosa planta: hacia el río, la calle Comercio, que parece ser la más antigua; al centro, la calle Portales, la principal y con mayor flujo vehicular; hacia el sur la calle Carmen y La Amazona, cuyo exótico nombre viene desde el siglo XVIII, cuando Juan Masson explotaba una mina de oro que la gente comenzó a llamar La Masona y que luego devendría en Amazona, hoy, muy sucia y descuidada. Todas están unidas por cortos callejones cuyas bocacalles (norte-sur) son como ventanales que cada cierto trecho permiten visualizar los horizontes lejanos o los perfiles de los cerros.

Ya en La Chimba, la visión de un cementerio en lo alto de una colina, de inmediato invita a subirla. Aun cuando existe un camino vehicular, más apropiado es hacerlo caminando por la callejuela El Ferrocarril, que va casi por entre los patios de las casas, hasta cruzar la antigua línea férrea que desde Catapilco venía a La Ligua y luego a Papudo… Desde arriba, la visión de gran parte del valle y sus cerros es muy didáctica, casi una lección de geografía. El majestuoso Pulmahue, antes cubierto de laboreos de minas, hoy lo es de cultivos de paltos.

Sólo en su extremo oeste, sobre la loma Los Culenes, una explotación aurífera moderna recuerda a la antigua Masona.

Santuario repleto

Así como en La Placilla los frutos tropicales evocan esa antigua y exótica vocación agrícola, en las lápidas de este cementerio de La Chimba se leen apellidos cunza, aymará, árabes, mapuches, quechuas, italianos… que sugieren que desde siempre estos lugares han sido un gran espacio de encuentro, de convivencia, de arraigo cultural ininterrumpido. Esta parece ser la clave, el atavismo, lo que alienta la perseverancia de vivir en un lugar que no tiene agua; una economía discreta, pero que por siglos demuestra una intensa vocación por la vida.

Un recorrido por la intimidad de sus calles, hace imposible desentenderse de los saludos de sus habitantes, de sus conversaciones y pequeños hitos urbanos. De inmediato se sabe que el día de la Virgen Del Carmen de Placilla, su santuario se repleta con la visita de los fieles de poblados vecinos —Valle Hermoso, El Granadillo e Illalolén— con sus chinos y danzantes. Se conversa en la Plaza de Juegos Sra. Teresa Chacana. Todo es coloquialmente personalizado. A un costado de la plaza, ocupando una orilla del antiguo Camino del Inca, está otra plaza, la Bichara Halabí Badur, presidida por la figura de una pequeña y “perversa” bailarina árabe… “¡Hasta un cine, hubo aquí en La Chimba!”, dice la misma señora que sugiere visitar a los Farfán, “tronco de una familia que dio más de una docena de artistas circenses al país, trapecistas, cantantes, músicos maravillosos…”, dice.

A dos minutos de La Ligua, los poblados de La Chimba y La Placilla florecen y perseveran desde una amistosa y fantástica elocuencia territorial.

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