A Ximena Chong le contaron que su abuelo llegó a Chile entre 1934 y 1935, cuando tenía unos 22 años, y que venía de Cantón, ciudad china en la que sin ser rico gozaba de un buen pasar, gracias a que sus padres vendían productos agrícolas y ganado.

Le contaron a la fiscal que él cruzó el Pacífico en un barco carguero, que viajó solo, sin estudios y sin esposa. Sí, con algo de dinero, sus papeles en orden, libros y un baúl gigante tipo clóset, que ella heredó. La travesía, en la época de entreguerras, pudo durar un par de años, dice.

Le contaron que el nombre Arturo, como siempre lo conoció ella, le había sido impuesto, al parecer, porque en esa época las autoridades escogían para los chinos un nombre chileno.

Le contaron que el abuelo arribó a Valparaíso y de ahí subió a Calama, donde lo esperaban sus tres hermanos mayores, que estaban en Chile hacía más de cinco años, instalados con pulperías en la época en que comenzó el apogeo del cobre. Los clientes les pagaban con fichas y los hermanos no tenían empleados. Vendían alimentos, abarrotes, herramientas y telas que ellos iban a comprar a Perú. El abuelo comenzó a trabajar con ellos.

Le contaron que en Calama él conoció a su esposa, Alicia Araya, una chilena separada y con una hija. Se casaron, nacieron los niños, Arturo y María Angélica, y ya cuando logró un capital propio, por el año 45, la familia se trasladó a Santiago, a una casa en el barrio Diez de Julio, entonces residencial, que tenía un local comercial afuera. El abuelo instaló ahí una carnicería y nunca volvió a China.

Le contó su padre a Ximena que varias veces acompañó al abuelo al viejo matadero Franklin, a unas 20 cuadras de la casa, a escoger el ganado para pedir que se lo carnearan y se lo fueran a llevar al negocio. Las visitas a ese lugar, entonces con corrales de vacas y cerdos vivos, eran, sin embargo, sólo por entretención: él nunca pretendió que sus hijos se quedaran con el negocio y siempre fue claro en que tenían que estudiar. Él padre de la fiscal lo logró y se tituló de contador auditor.

Le contaron que cuando su papá y su mamá se casaron, los tíos del norte les regalaron monedas de oro.

Unos pocos recuerdos

Ximena Chong se acuerda que su abuelo murió de cáncer a los huesos cuando ella tenía 6 años y él unos 60, que su agonía fue corta y que casi todo el barrio y la gente del matadero fue al funeral. Después de eso cerraron la carnicería y al tiempo la casa fue derrumbada.

Se acuerda también que él atendía solo el negocio, no tenía empleados y trataba a todos en forma respetuosa. Que ella pasaba horas con él ahí y que era feliz.

Se acuerda que el abuelo era risueño y en el lugar había olor a carne fresca, cuchillos y ganchos gigantescos, una máquina para cortar huesos, rollos de papel colgando, una madeja grande de hilo para amarrar los paquetes y refrigeradores color mantequilla, en que ella veía la representación de la modernidad.

Se acuerda que él le cortaba filetes delgados y ella se los comía con limón.

Había en la carnicería un ábaco de fierro, cuyas cuentas el abuelo movía a una velocidad extraordinaria. Ella quería aprender, pero nunca pudo, igual que nunca pudo entender ni hablar chino. Le pedía a él que le enseñara el idioma, pero que él no la consintió en eso.

Se acuerda que nunca lo vio dándose una gran vida ni lo escuchó decir que quería expandir el negocio. El abuelo tampoco sublimaba la cultura del país donde nació: usaba ropa occidental, en su casa los días de lluvia se comían sopaipillas y no existía un altar de antepasados.

Se acuerda que celebraban, sin embargo, algunas tradiciones. Para el Año Nuevo chino toda la familia se juntaba a comer. La abuela preparaba masas dulces especiales para la abundancia y huevos de pato para los buenos deseos. Se entregaban sobrecitos rojos con plata y hasta tiraban pequeños fuegos de artificio.

Se acuerda que en la casa del abuelo había tres estantes con libros de literatura clásica y poesía en chino, antiguos, empastados, con ideogramas impresos en los lomos. A sus nietos les permitía sacarlos para leerlos o para jugar con ellos.

No se acuerda de haber visto a su abuelo leyendo el diario, pero sí de que lo usaba para envolver la carne a los clientes.

… Y varias impresiones

La fiscal cree que la emigración de su abuelo fue social, porque en esa época en China había una especie de guerra civil entre nacionalistas y comunistas, que no permitía a los jóvenes proyectar una vida familiar tranquila.

Cree que el apellido verdadero de él puede no haber sido Chong y baraja opciones como Ching o Chung.

Cree que su abuelo rompió con varios estereotipos de los años 30, al casarse con una mujer separada y querer que sus hijos tuvieran un futuro distinto al de él. Cree que tenía vocación occidentalista.

Cree que se dedicó a la carne porque en China ya conocía el negocio ganadero, y que el ábaco de fierro lo trajo de allá.

Cree que para los inmigrantes chinos lo más fácil fue dedicarse al comercio, porque los números los manejan perfecto y porque es difícil engañarlos en eso.

Cree que no se puede comparar la migración de su abuelo con fenómenos actuales, porque él llegó en una condición privilegiada y en esa época había más espacios para colonizar en ciertas áreas, sobre todo el comercio.

Cree que la migración es un derecho, que deben asegurarse condiciones dignas para ejercerlo, y que los chilenos deberían verla como una oportunidad de crecimiento cultural y económico.

Cree que la precarización del trabajo que sufren hoy haitianos y dominicanos es otra manifestación de los abusos que se producen en términos generales y que todas estas cosas no deberíamos aceptarlas.

Cree que fue su abuelo quien le transmitió el respeto por los mayores, y que exigió que sus hijos estudiaran porque a él le hubiera gustado hacerlo.

Y cree que si él viera ahora a su pequeña nieta comandando la persecución de fraudes y tráfico de migrantes, sentiría que haberse aventurado por una vida mejor a 18.788 kilómetros, valió la pena.

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