Arturo Prat, agente secreto

Es el 5 de noviembre de 1878 y un preocupado Aníbal Pinto Garmendia se pasea de lado a lado al interior de su oficina del palacio de La Moneda. Terminaba ya su segundo año al mando de Chile y los vientos de guerra soplaban desde todas partes, pero en ese momento su principal preocupación era Argentina.

El Presidente Pinto entendía muy bien las intrigas de la política internacional y las presiones militaristas. No en vano había sido ministro de Guerra y Marina durante el gobierno de su antecesor, el Presidente Federico Errázuriz, y, luego de años de tensiones con Argentina por la posesión de la Patagonia, las cosas estaban muy complejas.

Fracasada la tercera misión de mediación encomendada a Diego Barros Arana, quien debía negociar con los argentinos, la tirantez estaba en su punto más alto, al nivel de que ya no había representación diplomática en Argentina y, por ende, el flujo de información que llegaba desde allá era irregular y nada confiable.

Eso sí, se sabía que el gobierno argentino había dado instrucciones a los diarios de ese país, en las cuales «les pedía no mencionaran las medidas adoptadas por el gobierno en relación a su Ejército y su Marina», señal inequívoca, para el gobierno chileno, de que Argentina se estaba preparando para la guerra.

Quizás esa suma de circunstancias explica el hecho de que esa calurosa jornada de noviembre fuera el propio Presidente de la República quien pidiera a un capitán de la Marina que ejecutara una delicada misión de espionaje.

Debe haber sido curioso el encuentro entre ambos. Aunque veintitrés años mayor, el Presidente Pinto tenía una estampa muy semejante a la de Arturo Prat, aquélla con la cual estamos todos familiarizados.

Tanto el Mandatario como el futuro héroe naval eran hombres de notoria calvicie, frente amplia, largas patillas, barba y bigote. Delgados los dos, quizá la diferencia más significativa entre ambos era que el escaso pelo de Pinto ya estaba encaneciendo, mientras Prat aún no cumplía los treinta años y el cabello que cubría sus sienes seguía siendo negro. El Presidente, como siempre, vestía elegantemente, mientras que el capitán Prat lucía su resplandeciente uniforme azul marino.

El Presidente y la tía Clara

La historia de ese encuentro, al menos para Prat, había comenzado apenas veinticuatro horas antes, cuando el futuro mártir del Combate Naval de Iquique se encontraba tranquilamente al interior de la Gobernación Marítima, en Valparaíso, momento en que apareció un ordenanza que, afanoso, lo buscaba por todos lados.

Prat le preguntó qué ocurría y el muchacho le indicó que debía acudir en forma urgente a la oficina del intendente de Valparaíso, Eugenio Altamirano. El capitán partió de inmediato. Altamirano lo saludó y luego le entregó un papel doblado que tenía en sus manos. Se trataba de un telegrama, cuyo remitente era nada menos que Aníbal Pinto.

El mensaje era breve y decía que Prat debía trasladarse de inmediato a Santiago, para entrevistarse con el Presidente.

Prat escribiría posteriormente que «el tren de 10 hrs. 40 mins. PM me trasportó a la capital, donde amanecí sin haber podido conciliar el sueño en los incómodos carros de primera» (por aquel entonces, el viaje en el tren, inaugurado en 1863, demoraba ocho horas).

Luego de llegar a Santiago y sacudirse «el polvo del viaje y la trasnochada», el oficial fue a ver su tía Clara, pero no la encontró, por lo cual se dirigió a La Moneda. En la guardia del palacio explicó que estaba citado por el Presidente y lo condujeron a su despacho. Tras saludarse, el héroe de Iquique dijo a Pinto que «obedeciendo sus órdenes me encontraba allí».

El Mandatario le explicó entonces su misión: debía viajar a Montevideo, a fin de observar desde allí lo que estaba sucediendo en Argentina y determinar si efectivamente ese país estaba aprestándose a iniciar una guerra contra Chile.

Disciplinado, y pese a que su esposa esperaba el nacimiento del tercer hijo de ambos, Prat respondió de inmediato y afirmativamente a la instrucción.

Pinto le dio un firme apretón de manos y le indicó a que regresara a palacio a eso del mediodía. A esa hora, el Presidente estaba con los ministros de Marina (Belisario Prats) y de Relaciones Exteriores (Alejandro Fierro).

Prats habló brevemente con el capitán Prat y luego lo hicieron pasar nuevamente al despacho del Presidente, «donde se acordó que mi partida se verificara y en mi cometido me sujetaría a las instrucciones que el Ministerio me transcribiría», refiriéndose a la cancillería, encabezada en ese momento por Alejandro Fierro.

Quizá fue él o el mismo Presidente quien le planteó que, por la naturaleza de las funciones que iba a desempeñar, lo ideal sería que, al igual que cualquier espía clásico, utilizara un seudónimo, una «chapa», pero Prat se negó, aduciendo que quería usar su nombre verdadero. La propuesta fue aceptada, pero de todos modos se acordó la creación de una «leyenda», una historia falsa que sería la que Prat contaría en la capital uruguaya: que era un abogado chileno a la espera de embarcarse hacia Europa.

También se acordó que las informaciones que Prat recopilara sobre la Armada y el Ejército de Argentina serían enviadas al ministro Fierro y al comandante en jefe de la Marina, Juan Williams Rebolledo, quien se encontraba en Punta Arenas, y que en caso de que fuera necesario triangular informaciones, es decir, tratar de esconder el origen real de éstas, los datos serían enviados al embajador chileno en París, el famoso escritor Alberto Blest Gana (autor, entre otras novelas, de “Martín Rivas” y “El loco estero”).

Por cierto, para ello se proveyó a Prat de dos claves criptográficas que debía utilizar para esconder el verdadero significado de los mensajes, cuando los mandara telegráficamente. No sabemos qué tipo de encriptación utilizaban, pero es muy probable que haya sido una cifra biliteral; es decir, aquella que funciona sobre la base del reemplazo de una letra por otra (la «a», por ejemplo, por la «m»), para lo cual fue provisto de dos claves.

Del mismo modo, y dado que por aquellas épocas los diarios (sobre todo los de Valparaíso, ciudad donde sin duda había espías argentinos) publicaban los manifiestos de viajeros —es decir, los nombres de quienes se embarcaban—, se determinó que Prat viajaría oficialmente hasta Punta Arenas en el vapor Valparaíso, que zarpaba al día siguiente. En Punta Arenas, a su vez, abordaría otro buque para que lo llevara a su destino final: Montevideo.

Antes de partir, sin embargo, todo quedó formalizado en un documento que guarda el Archivo Nacional de Chile, y en el cual el ministro Fierro describe en detalle lo que se requiere de Prat.

Aludiendo a su patriotismo y sus conocimientos de oficial naval, se le pide que actúe como «agente confidencial» en la capital uruguaya, con la posibilidad de trasladarse a Buenos Aires cuantas veces lo necesitara.

Allí debía buscar antecedentes sobre «el número de buques, su clase, su artillería, su tripulación y el estado en que se encuentran para expedicionar», así como de los torpedos. También se le instruyó a seguir «paso a paso» todos los movimientos de la Marina o las tropas de Infantería argentina.

La misión de Prat debería ser llevada a cabo en estrecho contacto con los cónsules chilenos tanto en Montevideo —José María Castellanos— como en Buenos Aires —Mariano Baudrix—, a quienes Prat llevaba sendas cartas en las cuales se les informaba de su cometido. Su misión también incluía tener que empaparse del clima político en Argentina y buscar la forma de influenciar en la ciudadanía en caso de que el conflicto se agudizara.

En un sobre aparte le entregaron las cifras secretas que él debía utilizar para encriptar los telegramas que enviara desde el consulado de Chile en Uruguay. Pero sus obligaciones no se limitaban al espionaje solamente. Al mismo tiempo que se le encomendaba ponerse en contacto con Castellanos, se lo instruía evaluar la conducta del diplomático, e incluso recomendar su remoción, si estimaba que éste no era leal a Chile. Ya veremos por qué.

En Montevideo

Luego del encuentro con el Presidente Pinto, Prat regresó de inmediato a Valparaíso, donde recibió dinero para sus gastos, y el 6 de noviembre de 1878 ya navegaba en un buque con destino a Punta Arenas. Luego de una escala para cargar carbón en Lota, el viaje siguió hasta el sur y así fue como llegó el 13 a la capital de Magallanes.

En esa ciudad, el capitán compró un boleto destinado a seguir en el mismo buque hasta Montevideo, ciudad a la que arribó finalmente el 18 de aquel mes, alojándose en el Hotel Oriental. Desde ese lugar envió un telegrama cifrado al ministro Fierro y luego otro sin cifrar, pues sospechaba que los primeros eran interceptados y no los segundos; de todos modos, el último lo mandó con un nombre y dirección falsos.

Sin detallar cómo, se enteró de que el dictador en ejercicio en Uruguay en ese entonces, el coronel Lorenzo Latorre, quería poco a los argentinos y por ende tenía varios espías en Buenos Aires.

Al poco tiempo de haber llegado, Prat envió una carta a su esposa donde le describe la ciudad, cuya modernidad lo tenía muy entusiasmado, y le anuncia que un par de días después partiría a Buenos Aires. En la capital trasandina, a la cual llegó tras cruzar el río de La Plata en un transbordador, se alojó en el Hotel Paz y se dedicó a conocer la ciudad. Asistió dos noches seguidas a la ópera y comenzó a trabajar.

Pese a que hoy Chile está inundado de argentinos y viceversa, y que a nadie le extraña oír un acento chileno en la avenida Corrientes de Buenos Aires o un acento argentino en el Costanera Center de Providencia, en 1878 la situación era muy distinta y adversa para el joven espía.

Según relata en los informes que mandó, esa ciudad, que hoy es una megápolis de quince millones de personas, tenía setenta mil en ese momento, y de ese total, aseveraba Prat, sólo dos eran chilenas. Ciertamente se trata de una exageración, pero es la forma que encontró para hacer notar que había tan pocos chilenos que uno desconocido, como él, sin dudas que llamaría la atención.

Pero claro, ya sabemos que el capitán Prat no se arredraba fácilmente, y siguió adelante con su trabajo, formándose una idea muy clara de la imagen que tenía la opinión pública, contraria a Chile en su mayoría y favorable a la guerra, sobre todo porque se creía que la Patagonia estaba repleta de recursos naturales que valía la pena defender por las armas.

Del mismo modo, logró acceder a varios secretos militares argentinos, entre ellos que ese país había mandado a construir dos buques blindados a Estados Unidos y una torpedera a Inglaterra. Igualmente, averiguó que en Francia también se estaba construyendo un blindado destinado a Argentina, información que fue entregada al embajador chileno en París, Alberto Blest Gana, el cual, como ya dijimos, era otro espía del servicio secreto chileno.

En una carta que envió al ministro Fierro, Prat se refirió también al tema de los cónsules chilenos en la zona. Sobre Castellanos, quien tenía nacionalidad uruguaya, lo tildó de «un perfecto caballero», pero recomendó su destitución debido a que tenía varios familiares argentinos, lo que lo hacía sospechoso a los ojos de nuestro agente confidencial. En el caso de Baudrix, sin dar más detalles, también aconsejó que fuera despedido, lo mismo que el de Río de Janeiro, Juan Frías, quien al mismo tiempo se desempeñaba como cónsul argentino en esa ciudad. Más encima, era hermano de Félix Frías, el ex embajador argentino en Chile, quien era calificado por muchos como uno de los peores enemigos que tenía nuestro país.

Igualmente, Prat recomendaba al ministro de Guerra efectuar la que, de haberse concretado, quizás habría sido una de las primeras maniobras de propaganda del Estado chileno: «Subvencionar en esta ciudad un diario en que Chile pueda hacer oír su voz para establecer la verdad de los hechos y ahogar las calumnias que diariamente registra la prensa a ambas orillas del Plata».

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