Lo que yo hago no permite ni siquiera un 1% de error, todo tiene que ser perfecto, porque ¿qué pasa si por el 1% de error arruino una propuesta de matrimonio, por ejemplo?”.

Hasta los 16 años vivió en Corea del Sur el empresario gastronómico, dueño de los restaurantes Ichiban y Temple, Minsu Bang, quien en junio cumple 30 años en nuestro país. Hijo de empresarios textiles, su madre llegó a Chile buscando nuevos horizontes, entusiasmada por un compatriota que llevaba seis años en Santiago.

“Mi mamá viajó sola a Chile en 1986, dos años antes de que nos trasladáramos en familia. Ella vino a ver las condiciones para instalarnos. Era la época del fax y nos llamó por teléfono para decirnos que esperáramos el fax que nos mandaría: ella aparecía sonriente al lado de una casa que había comprado en Vitacura, allí llegamos a vivir en 1988”, cuenta Minsu Bang sentados en una mesa que asemeja una cama en medio de una pequeña piscina en su restaurante Temple.

“En este país me quedo”

En Santiago entró al colegio SEK para terminar la enseñanza media. “Acá llegó hasta el guardia a sacarme de la sala durante el recreo y en Corea el alumno que se queda en la sala durante el recreo es premiado”, recuerda el empresario. Y relata otra de las anécdotas ocurrida en esa época escolar: “Un día que tuve que volver a la sala porque se me había quedado el diccionario, y en ese entonces, cuando llevaba tres meses en Chile, yo no era nadie sin mi diccionario, vi a una pareja besándose, y dije ¡uauh, en este país me quedo!, ¡esto es lo que quería!”.

Jeans a la cadera

Luego ingresó a estudiar Ingeniería Comercial a la UNAB, carrera que no terminó porque ingresó a trabajar a un banco, pero se dio cuenta de que no le gustaba. Por lo que, siguiendo la tradición familiar, se dedicó al rubro textil en plena crisis asiática, en la segunda mitad de los 90.

“Yo vendía jeans en Patronato, fui el primero en introducir los jeans elasticados a la cadera. Hasta ese momento todos los jeans de mujer eran a al cintura. Tú no sabes cómo las mamás me miraban, porque era la época del boom de Britney Spears y Cristina Aguilera. Todas las chicas querían saber dónde se conseguían esos jeans y arrastraban a las mamás, se probaban 5 y se llevaban 20. Las mamás me decían: ‘cómo estos jeans pueden ser tan rebajados, se agachan y se les ve todo'”, cuenta riéndose Bang.

El amor por el sushi

Luego vendió la empresa y se fue a viajar por Estados Unidos para aprender gastronomía. Vivió en Los Angeles y trabajó gratis en distintos restaurantes. “Era el que abría y cerraba. Mi primer trabajo fue ser asistente del copero, del que lava los platos, y él nunca antes había tenido un asistente, entonces me enseñaba: ‘mira esto no se hace así'. Me dio la cátedra, era un salvadoreño y nos hicimos muy amigos. Luego me dieron el trabajo de ayudante de cocina caliente, luego anfitrión del restaurante, garzón, encargado de las compras. Estuve 2 años y medio viajando entre Chile y Estados Unidos”.

Y regresó con la idea de hacer una cosa distinta, ahí comenzó a armar el Ichiban, que ya tiene 15 años.

—¿Cuál fue tu inspiración para diseñar la carta?

—Quería mostrar la comida japonesa, porque hace 15 años Chile era un país muy principiante en la cocina japonesa. Llegué en el momento en que comenzó la ola y mi misión era introducir la comida de Japón al paladar chileno, acercar a la gente. Entonces un pedazo de la carta se refiere a la fusión, y un 40% es tradicional, que es a donde quiero que la gente llegue”.

En busca de la perfección

Pero hace unos 13 años su concepto de trabajo en sus restaurantes cambió. “Me pasó una cosa que me marcó la vida en el mundo gastronómico. Yo tenía una pareja de clientes de unos 65 años, que vivían en Padre Hurtado, al frente del Ichiban. Un matrimonio, siempre estaban de la mano y se veían los corazones que volaban mientras ellos conversaban y se miraban a los ojos. No los vi por un tiempo y me pregunté si se habrían aburrido del sushi, si los atendimos mal o les cayó mal la comida y justo unos días después aparecieron a almorzar, se sentaron en la mesa de siempre, cuando terminaron de almorzar yo me despedí y les pregunté por qué no habían venido, entonces él me dijo que la esposa había estado un poco enferma. Unos días después falleció la señora. Crucé la calle al velorio y saludé al marido. Un familiar me dijo: ‘¿tú eres del Ichiban? Qué bueno conocerte porque el último deseo de la señora fue comer en el Ichiban'”, recuerda Bang.

Y agrega: “Hay un antes y un después de esa historia, porque la verdad es que para mí puede ser uno de los 150 clientes que atiendo al día, pero para ellos puede ser la última cena, la cena de matrimonio, la graduación de los hijos o la propuesta de matrimonio. Ahí aprendí que lo que yo hago no permite ni siquiera un 1% de error, todo tiene que ser perfecto, porque ¿qué pasa si por el 1% de error arruino una propuesta de matrimonio, por ejemplo? Antes de eso yo creía que el 99% era la perfección, y no, tiene que ser 100%, hay que autoexigirse más, ponerse en el lugar del cliente”.

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