¿Qué fue Mario Góngora?

1No es posible, naturalmente, dar una respuesta completa a la pregunta de marras –disparada como a quemarropa– en estas breves líneas. Creo, empero, que se trata de una cuestión acuciante, especialmente cuando se considera que nuestros historiadores son parte de una de las tradiciones más robustas y sofisticadas de la comprensión humanista nacional. Tal cosa no se puede decir de otros saberes, cuyo cultivo es menos intenso, más breve y esporádico que la –comparativamente– masiva presencia de la historia en la vida intelectual chilena.

Si la historia es una de las disciplinas que han alcanzado mayor calado en el panorama universitario y cultural nuestro y si, además, Mario Góngora ha sido –como se dice– el más importante historiador de la segunda mitad del siglo XX, entonces preguntarse qué fue, mejor, qué pensó, cuál es la contribución –si cabe llamarla así:– fundamental de este formador de los historiadores actuales más destacados, son cuestiones de primer orden para un pensamiento nacional que pretenda empinarse al más alto nivel de autoconsciencia.

En este sentido, el volumen que el lector tiene entre manos es una contribución que merece elogios. Su feliz realización opera en paralelo con la recuperación que ha venido teniendo lugar de obras principales de Góngora, de las que han visto la luz su sorprendente Diario y la descollante tesis de licenciatura, albricias de su pensamiento posterior; también con la nueva edición, en 2015, de un texto ya clásico: El pensamiento conservador en Chile, de Cristi y Ruiz, el cual contiene un capítulo dedicado a Góngora. Queda mucho por ser escrito sobre este autor, pero podría decirse, sin miedo a caer en la exageración, que estamos ante algo parecido a un movimiento de rehabilitación del humanista.

La mente de Góngora se despliega de muchas maneras, con intensidad y profundidad persistentes. Tradicionalista, conservador, comunista, nietzscheano, spengleriano, meineckeano, nacionalista, anti-liberal, anti-positivista; todas esas notas permiten dar cuenta de algún aspecto de su pensamiento. Ninguna de ellas lo agota. El lector podrá revisar indicaciones y comentarios sobre sus contribuciones más egregias en los textos de quienes tienen la hondura para reaccionar con pertinencia a un espíritu profundo. Un pensamiento denso y complejo sólo puede ser recibido adecuadamente cuando, antes que con cabezas meramente clasificadoras o puramente eruditas, se cuenta con capacidades comprensivas desarrolladas en grado parecido a las del autor del que se trata. (…)

2Góngora es historiador en el sentido más usual del término. Pero su derrotero está marcado por la asunción de un método, al cual aluden, de una forma u otra, los autores citados, y que puede ser caracterizado como cercano a la comprensión jurídica, a la creación artística, a la hermenéutica filosófica. Discernir en qué consiste ese método exige despejar, desde un comienzo, el equívoco de vincular esas nociones con la división estandarizada y especializante de las disciplinas que es usual en los currículos y carreras universitarias de hoy.

Comprender, tanto en la teoría cuanto en la praxis, es, de alguna manera, realizar un acto análogo al del juez que adopta una decisión, o al del artista, que produce una obra. En el caso del artista, se trata de dar con una ejecución lograda. Para tal efecto, cuenta éste con las reglas del arte y con los materiales concretos desde los que ha de emerger la obra. Una obra de arte se realiza y es considerada arte, cuando lo real y lo ideal alcanzan algo así como una feliz combinación, cuando los materiales puestos en un contexto determinado logran ser expresados de tal suerte que surge, desde ellos, una noción nueva, ilustrada en la obra, que decanta ejemplar. Hay, en la ejecución del arte, una mediación creativa entre lo abstracto y lo concreto.

De manera parecida, el juez que adopta una decisión se enfrenta a reglas generales y a casos peculiares, cambiantes, únicos. El juez podría darse profesionalmente por satisfecho con realizar una operación de mero cálculo, en virtud de la cual sometiera al caso bajo la regla, lo subsumiese, sin reconocer su peculiaridad. Algo así tenía a la vista Montesquieu, cuando hablaba del juez como “boca de la ley”. Una decisión justa, empero, no se logra si quien la adopta se escuda en la regla, al modo como se parapeta sobre sí misma una “máquina subsumidora”. Se requiere, en cambio, mucho más: atender al sentido de la situación y realizar, cual en el arte, una mediación creativa entre lo abstracto y lo concreto, de tal guisa que la situación y los individuos que existen en ella encuentren expresión en la decisión.

Carl Schmitt pensaba que toda la comprensión humana se deja entender, hasta cierto punto, a partir del modo en el que opera un juez competente; también un artista capaz. Comprender es una actividad mental que consiste en remontar el abismo que media entre las reglas o conceptos y los casos o situaciones. El abismo se debe a que las situaciones son, en último término, indeterminables, emergen desde un trasfondo de misterio y excepcionalidad tal, que vuelve a la comprensión siempre un desafío. Lejos del modelo de la subsunción de casos bajo reglas, se trata de adentrarse en las situaciones y de reinterpretar desde ellas los conceptos. En el acto comprensivo, ante la novedad de lo concreto, las reglas resultan parcialmente modificadas en su sentido.

Kant está, entonces, en lo correcto, cuando identifica como “quid juris” a la pregunta por el problema fundamental del conocimiento, a saber, el de la posibilidad de entender los casos, concretos, cambiantes, contingentes, según reglas o conceptos generales, abstractos, perennes (dudoso, en cambio, es el éxito de la salida que este filósofo le ofrece a la pregunta en la Crítica de la razón pura, y según la cual los casos quedarían de antemano determinados por ciertos conceptos arquitectónicos o “categorías”, al modo de una mera “subsunción”). La idea de que comprender, en definitiva, importa siempre habérselas con dos polos de la comprensión, uno concreto, singular, dado, en último trámite, insondable, y otro abstracto, universal, espontáneo, toca una base de evidencia insoslayable. Hannah Arendt mostrará luego que es en la Crítica de la capacidad de juzgar donde aparece, dentro del pensamiento kantiano y ligada al juicio estético, una teoría de la comprensión con alcances hermenéuticos generales para la praxis.

Muchos años más tarde que Kant y Schmitt, Hans-Georg Gadamer define, en Verdad y método, a la comprensión jurídica como modo “ejemplar” de la comprensión en cuanto tal. En un sentido parecido al de Schmitt, entiende que la tarea de comprender consiste en aproximarse a la situación concreta desde unos ciertos conceptos cuyo sentido va siendo modificado en los continuos actos de comprensión. La novedad de la situación importa que, si la decisión comprensiva pretende ser adecuada, el sentido de las reglas, conceptos e instituciones ha de verse modificado en ella, a partir de la acogida que se le otorgue al significado con el cual lo concreto viene dotado. Se trata, en el comprender, de darle expresión, mediante conceptos, reglas, instituciones, a la insondable y vivamente rica exuberancia de la existencia.

La situación en la que se halla quien comprende presenta aspectos típicos. Esa configuración típica es condición de la comprensión, la que en un caos caleidoscópico devendría imposible. Sin embargo, en tanto que dada, la situación emerge desde un trasfondo de misterio e indeterminación, de excepcionalidad y significado ebullente, que impide dejarla de antemano atada a reglas o conceptos generales.

Puestas así las cosas, la actividad humana de tratar de entender lo que ocurre puede asumir tres actitudes fundamentales. De un lado, operar desde el extremo del racionalista, que ahoga la realidad según fórmulas generales que permanecen incólumes ante lo concreto y sus mutaciones, que acaba haciéndole violencia a la situación peculiar y a los individuos singulares que la habitan. Del otro lado, desde el extremo del estetizante, que, ante el abismo de lo real, se detiene paralizado en una mera visión que no es capaz de llevar a nociones, reglas, instituciones, la pletórica diversidad de la existencia. Una comprensión adecuada, correcta o feliz, es aquella que logra mediar creativamente entre lo abstracto y lo concreto, y darle a lo concreto e insondable expresión gracias a una decisión comprensiva que se adecúa a su peculiaridad. Este modo de comprensión aplicaría a todos los campos de la vida humana, también a la historia.

3El pensamiento de Mario Góngora se deja identificar, con cierta facilidad, con el modo de comprensión al que estoy aludiendo. El asunto tiene una connotación especial en nuestra patria. Góngora se vio sumido en el dramático destino de esos humanistas que han de estudiar Derecho, como carrera tradicional de excelencia entre las no-científicas. Lo aprovechó, empero, productivamente, destilando, desde las áridas lecciones jurídicas, una manera de comprensión que, enriquecida por su avidez de conocimientos y la atención cuidadosa a las dinámicas culturales y experiencias concretas, buscó, precisamente, darle expresión y hasta cauce a la existencia vital en articulaciones mentales pertinentes.

Inquietud básica de Góngora es develar los acontecimientos de tal modo que la densidad de la experiencia, la “vida misma”, no se pierda en las formulaciones, sino que resulte expresada en ellas. Tiene una mirada atenta a la realidad existencial y sus circunstancias, a la existencia en su carácter, como la llama, “insondable”. Es, consecuentemente, crítico del “esquematismo generalizador [...] que subordina lo individual inefable a un esquema de analogías y tipos”. Ve en él una manera abstracta y reduccionista de entendimiento, que termina subsumiendo aquella realidad viva y concreta.

En todas sus obras se detecta, de diversas maneras, esta consideración privilegiada de la realidad existencial.

Aldo Yávar repara en un pasaje en el que Góngora explícitamente indica que Evolución de la propiedad rural en el Valle del Puangue, contiene algo así como una “secuencia de hechos”, de “datos”, a los que les falta todavía “interpretación”. Aunque existe, junto con el apego a la existencia concreta, ideación y expresión articulada de una realidad perfilada o caracterizada, la consciencia lúcida, sin embargo, el discernimiento seguro de los tipos y niveles de la consideración de la situación, que manifiesta Góngora en sus obras y en el trabajo sobre el valle del Puangue en particular (donde, en verdad, está–antes que negando que haga allí alguna interpretación– aludiendo sólo a los límites de sus conocimientos en Geografía, los que le impiden realizar no interpretación pura y simplemente, sino “interpretación geográfica”), descansan en un saber sobre el método.

El cuidado por los hechos es destacado también por Gabriel Salazar, quien indica que en el texto “Vagabundaje y sociedad fronteriza en Chile”, “si bien” Góngora “toma en préstamo el concepto de ‘frontera' del historiador norteamericano Frederick Jackson Turner, lo enriquece con todo el material bibliográfico que lleva consigo, derivando desde allí las características de un poblamiento inestable, movedizo, marginal, vagabundo, con indefinición de normas, de comportamientos, que permita orientar la acción de los actores de una línea específica”.

Observación e ideación, consideración atenta de la tradición y diagnóstico van de la mano en una tensión que aparece en sus diversos trabajos en grados distintos. En los más eruditos intenta, a partir de un apego a la situación, a los documentos, a los datos, darle expresión a las configuraciones que logra atisbar a través del tiempo, en nociones como las de “inquilinos de Chile Central”, “encomenderos y estancieros”, “conquistadores en tierra firme”, “propiedad” inmueble, proceso de articulación institucional en el “Estado”, en el derecho indiano.

En los trabajos más generales, como su Ensayo histórico sobre la noción de Estado en Chile, o incluso en sus textos más especulativos –como los recogidos en Civilización de masas y esperanza–, cambia el acento, pero no abandona, en virtud de una inclinación hacia las ideas, la consideración de los datos de la realidad concreta, su sentido y su hondura. Góngora trata de mostrar la fluida existencia en sus aspectos y configuraciones más característicos. No se queda en un esteticismo contemplativo, más bien absorto ante la realidad o aplicado a una caracterización puramente impresionista. Góngora anda tras el trazo asertivo, la mirada penetrante, la determinación oportuna, siempre atendiendo, sin embargo, a lo peculiar de la situación, evitando las formulaciones abstractas, esperando, en calma tensión, el acceso inmediato –la “intuición”– a cuanto la realidad ofrece, para recién más tarde llevarla a la noción o idea.

4 La actitud comprensiva de Mario Góngora está lejos de ser el simple fruto de mera práctica, sola expresión de un talento no tematizado. En su obra hay reflexión sobre el método, consideración acerca de las diversas formas de ponerse en relación cognoscitiva con la existencia. En esto tiende a sacarle ventaja a muchos de sus colegas de oficio, en que sobrepasa el estudio, la colección y la interpretación de datos, para adentrarse también en la cavilación filosófica y sobre las condiciones de la comprensión. Punto de arranque de estas reflexiones lo encuentra en los grandes historiadores germánicos, de los que aprendió su noble labor.

Para encontrar medios que le permitan entender adecuadamente la situación en su aspecto originario, práctico y concreto, indaga en la historia del pensamiento. Tiene que ir atrás, al momento de la gestación de las corrientes modernas más relevantes, para hallar modos de comprender distintos del abandono de la situación a sí misma, en el que cae cierta postmodernidad, así como de las formas más abstractas de la racionalidad moderna.

Añora una idea que sea epistémicamente justa con la existencia real y la vida humana, las mentalidades y culturas. Encuentra tal comprensión en el Romanticismo y en una larga tradición reflexiva y crítica que incluye autores tan variados como Herder, Hölderlin, Schelling, Burke, Eichendorff, Kierkegaard, Baudelaire, Nietzsche, Spengler, Jaspers o Heidegger (la lista podría abultarse sin problemas). Góngora da en ellos con modos más complejos de aproximarse a la realidad. Logra identificar en el pensamiento romántico y en otros autores que le siguen, una manera de comprensión de la vida humana que resulta más sofisticada que las del racionalismo o de la contemplación estetizante; una que admite que tanto lo ideal como lo real, la regla y el caso, forman parte, irreductiblemente, de la existencia.

Ni como una unicidad que no admita distancia y tensión entre los polos, ni como una completa dispersión carente de unidad, se deja entender la existencia humana. Ya en el nivel más básico, la consciencia exige un distanciamiento entre quien comprende y lo comprendido. Y una pura dispersión de los aspectos ideal y real de la situación impedirían el encuentro que es requerido para que haya situación y no caos. La existencia humana emerge primigeniamente como una tensión de polos –lo ideal y lo real– que se encuentran, pese a su tensión, en una relación originaria. Hay, escribe Góngora, un “uno”, “cierta unidad superior”, “una fuente” de la “cual brotan un polo y otro”. Esa fuente es la condición del encuentro y el distanciamiento entre un polo y otro, la base que, sin someter, deja ser a los dos polos en su polaridad.

Esa unidad de los opuestos se logra captar en una “intuición” y articular en una ideación. Un paso decisivo desde el idealismo hacia el romanticismo lo da Friedrich Hölderlin, en una hoja escrita por lado y lado, conocida como “Juicio, ser” (o “Ser, juicio, posibilidad”, según la edición crítica). Plantea allí que la existencia humana sólo puede emerger como existencia consciente, si se produce un distanciamiento del sujeto respecto de sí mismo y su entorno. Sin esa distancia, podríamos decir, con Kant, nuestras experiencias serían “menos que un sueño”, habría algo así como fusión con lo conocido o pensado, con lo cual el cognoscente o pensante perdería la consciencia y desaparecería. Pero Hölderlin se percata, además, de que la separación entre sujeto y objeto (lo ideal y lo real, los conceptos y las situaciones) no puede ser total, pues entonces la dispersión sería absoluta. Ha de haber, en el origen de la existencia, una unidad que deja ser a lo diverso en su polaridad. (…)

LEER MÁS