El poeta, solitario, arrinconado, se da el lujo de tomarles el pelo a los poderosos. Les da una patada en el trasero, como lo hace Nicanor Parra”.

Jorge Edwards

En los comienzos de mi generación literaria, el gran ausente era Vicente Huidobro, que había fallecido hacía poco en Cartagena; el padre, o el padrastro, Pablo Neruda; y el hermano mayor, que aparecía y desaparecía, provocativo, desconcertante, Nicanor Parra. Conocí a Nicanor en los días de la publicación de “Poemas y antipoemas”, en los primeros años de la década de los cincuenta, en su departamento de la calle Mac Iver, o en algún evento de la Universidad de Chile, o en la casa del barrio de Los Guindos de Pablo Neruda. Me parece que tenía una relación correcta, incluso amistosa, con Neruda, pero que no pasaba de ahí. Si defines al Neruda de esos años con una lista de datos, me dice alguien, podrías definir a Parra con los datos exactamente contrarios.

Reviso ahora esas cosas y me acuerdo de la voz más bien apagada de Parra, de sus preguntas incisivas, pero desdramatizadas, de sus propuestas, de su espíritu de antítesis permanente y de síntesis cautelosa, que nunca excluía la proposición contraria. A nosotros, los jóvenes de ese tiempo, nos enseñaba a pensar y al mismo tiempo a dudar, a no estar demasiado seguros.

Después de más de medio siglo de conversaciones con él o sobre él, de lecturas y relecturas, de afinidades y de una que otra diferencia, puedo proponer dos o tres puntos de reflexión. No más que eso, y no menos. Parra se encontró con el lenguaje torrencial, telúrico, del Neruda que había renunciado a “Residencia en la tierra”, que había descubierto a Góngora en España y que había escrito un arte poética que para Nicanor no dejaba de ser cercana: “Sobre una poesía sin pureza”. El verso de Gabriela Mistral era de un posmodernismo que podía ser válido para ella, pero que se detenía en ella. Huidobro hacía una poesía “de pequeño dios” y Pablo de Rokha una “de toro furioso”. La reacción de Parra, no siempre explícita, dirigida a los buenos entendedores, fue tranquila, incisiva, de una independencia intelectual extraordinaria: los poetas tenían que bajar del Olimpo, la poesía tenía que hacerse prosaica. Una poesía impregnada de prosaísmo era una poesía que contaba historias. Había que contar en vez de cantar. Los líricos sin remedio eran Neruda, Huidobro, Federico García Lorca. Nicanor Parra le torció el cuello “al cisne de engañoso plumaje”. Lo hizo sin el menor escrúpulo, riéndose de sus lectores.

Contar historias en poesía, como se ha hecho desde los más antiguos tiempos, desde Gonzalo de Berceo y desde mucho antes, exigía inventar personajes. La poesía de Nicanor Parra está llena de heterónimos: profesores de provincia, personajes extraviados en la gran ciudad, santones disparatados como Cristo de Elqui. Durante esos años, escondido en Lisboa, Fernando Pessoa, uno de los grandes poetas del siglo XX, hacía más o menos lo mismo. Pessoa con un sentido clásico mayor; Parra con inspiración popular, con elementos de novela picaresca. Parra se alimentó de poesía inglesa (como Pessoa), de canciones chilenas a lo divino y a lo humano, de papeles que encontraba en la calle. Yo le decía que los prosistas trabajan cinco o seis horas al día, como los empleados públicos, y que los poetas, en cambio, sin transmitir nunca una impresión de trabajo, trabajan hasta cuando duermen.

La creación parriana de personajes lleva a plantear dos grandes conceptos contemporáneos de teoría literaria: la noción de polifonía, de voces diferentes, opuestas, sucesivas, y la de lo carnavalesco. Un crítico ruso, algo anterior a la corriente formalista, aplicó la idea de lo carnavalesco a la obra de François Rabelais. Pablo Neruda y Pablo de Rokha coincidían en pensar que eran poetas “rabelaisianos”. Parra también lo era, quizá sin saberlo. En el carnaval, el mundo se pone al revés durante breve tiempo. Los mendigos se transforman en reyes, los reyes en mendigos. Es una explosión y una liberación. Me atrevo a sugerir algo más: la poesía carnavalesca se transforma, por definición, en antipoesía. El poeta, solitario, arrinconado, se da el lujo de tomarles el pelo a los poderosos. Les da una patada en el trasero, como lo hace Nicanor Parra.

Estuve de acuerdo casi siempre con Nicanor y nos reímos muchas veces a carcajadas. Había diversos inventos que alimentaban la conversación: el Antiniño; el Instituto de la Maleza, que se encontraba a la salida de su casa de La Reina; el Club Gagá de Chile, cuya desbordante membresía prefiero olvidar. Y conversar con él de Shakespeare, sobre todo del “Rey Lear” y de “Hamlet”, era una fiesta permanente. Algunos profesores de provincia están preocupados porque no le dieron el Premio Nobel. Era difícil que los académicos de Suecia se fijaran en un poeta escondido en Las Cruces. Piensen ustedes en un detalle que es mucho más que un detalle: Marcel Proust publicó el primer tomo de la “Recherche” en 1913. Tres o cuatro meses después de esa publicación, Henry James, en Londres, sabía que Proust era uno de los grandes escritores del siglo XX. La correspondencia de James lo demuestra perfectamente. Pues bien, la Academia de Suecia no se enteró nunca. Proust murió en 1921 sin haber obtenido el premio. Y Londres y París se encuentran mucho más cerca de Estocolmo que Las Cruces y El Tabo.

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Pablo Aravena Núñez Director Inst. de Historia, U. de Valparaíso

Películas de negros

Como tantas cosas de nuestra época, la inmigración es un fenómeno que se ha completado en nuestro país con aceleración extrema. El ritmo con el que solían producirse las cosas importantes de la historia ya no es —ni será— el mismo. Si ya teníamos problemas para comprender lo nuevo, hoy parece que estamos condenados a la mera reacción frente a cuestiones que, de no ser tratadas adecuadamente, nos explotarán en la cara a mediano plazo.

¿Qué es lo que tenemos para reaccionar, cuáles son las supuestas herramientas de que disponemos para enfrentar una inmigración de población negra (haitianos, dominicanos, colombianos principalmente) de una magnitud absolutamente inédita y que se nos ha venido encima en no más de dos años? La verdad es que tenemos muy poco, porque no los conocemos y en lugar de conocimiento lo que tenemos es una sedimentación de prejuicios y estereotipos venidos, según la generación a la que uno pertenezca, de: las series de televisión (tipo Raíces o Baretta y Kojak), las teleseries brasileñas, los videos musicales del cable (salsa, rap, reggaetón) y finalmente internet y los memes de WhatsApp. Y de modo, también escalonadamente según generación, podemos clasificar genéricamente las representaciones, y las correspondientes disposiciones, frente a los inmigrantes: gente que sólo sufre ante los que hay que ser buenos o gente tramposa ante los que hay que tener cuidado, gente de una belleza exótica que solo los refinados saben apreciar, gente naturalmente musical a la que hay que hacer cantar, gente de un deseo y cuerpo exacerbado a la que queremos poseer (o que nos posea). Así estamos ante una versión reforzada del mismo racismo de siempre. Sólo estaría faltando el carácter demoníaco, seguramente disponible también por alguna alusión documental del cable al vudú y la santería.

El problema es que incluso las disposiciones que podríamos juzgar moralmente buenas están sostenidas en prejuicios, lo que no puede sino ser garantía de una reacción airada cuando se descubra la multidimensionalidad del inmigrante, que es la misma que la de cualquier sujeto. Otra prueba más de que la apertura de nuestra sociedad a los medios no es garantía de libertad de información ni disposición democrática. Pudiera ser incluso todo lo contrario: tecnologías del ensimismamiento.

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