“Yo escribí tres mil quinientas cartas y, calculo, me publicaron la mitad de ellas”, sostiene Alberto Collados Baines, 76 años, arquitecto que jubiló hace una década con júbilo, y que se tornó una leyenda epistolar. Por cuarenta años, Collados envió misivas elegantes al diario El Mercurio. Comúnmente le publicaban cada punto de vista. Jamás pagó por publicar y jamás le pagaron por ser publicado. Él solo mandaba cartas. Por años fue un enigma sin rostro, una especie de Larry Moe destinado a la síntesis. Hoy Collados Baines corona gloriosamente su trayectoria de escritor de cartas con “Señor Director”, un libro de colección que incluye cada carta publicada, en su color original, con notas al pie de página. Hablamos de un objeto-arte editado por Archipiélago, un libro apto para generar impacto en el living.

—Quedó muy bonito —y Collados palpa su obra. Y agrega, sin resentimiento, una paradoja: el escritor que nunca exigió recompensa por sus cartas, debió poner dinero para publicar su libro. Lo dice, en todo caso, con felicidad. Luego recuerda su primer impulso.

—En 1977 mandé mi primera carta a El Mercurio…

—¿Qué lo llevó a eso?

—Quería defender el patrimonio arquitectónico de Sewell.

Desde entonces, poseído por una misteriosa fuerza epistolar, Collados, el sencillo hijo de Modesto —el inventor del Congreso—, inició una voraz escalada de cartas sintéticas. Forjó un estilo: dos frases y el veneno justo. Si algo le llamaba la atención, redactaba inmediatamente un sarcasmo, y se tornó un referente en la sección Cartas al Director de cuatro diarios (El Mercurio, La Segunda, Las Últimas Noticias, La Estrella de Valparaíso). Pero al ser consultado por la energía vital que lo llevó a esa obsesión, Collados sufre un coherente ataque de síntesis.

—No sé —dice.

—¿Pero qué lo llevaba a escribir tantas cartas?

—No me lo explico —responde con asombro genuino. Lo dice con seriedad, como si el de las cartas fuera otro.

—¿Quería influir en la sociedad?

—Yo empecé a mandar cartas nomás.

—¿Qué buscaba?

—Que las publicaran. Por eso empecé a escribir cortito.

Brevemente poderoso

Al comienzo escribía las cartas en una Remington. Las metía al sobre y el junior Manuel Peña las iba a dejar a los diarios.

—Yo llegué tarde al mail. Hasta el 2000 todo lo hice con Peña.

Collados se obsesionó con la brevedad y un día, por ejemplo, al morir la Princesa Diana, escribió: “Señor Director: Diana Bolena”. Y estallaron los comentarios. Otro día escribió: “Señor Director: Reta bien. Reta mal”, apuntando a un tal Retamal, un arisco que trabajaba en el Poder Judicial. Incluso en una ocasión escribió que aspiraba a ser un Señor Director y seleccionar las cartas.

—¿Qué significa para usted la sección “Cartas al Director”?

—Es la ventana que sirve para vincularse con la realidad. Lástima que eso se haya perdido.

—¿A qué se refiere?

—Ahora dominan los editorialistas y los reclamos domésticos.

—¿Y a usted qué le genera la figura del “Señor Director”?

—Los imagino con mucho trabajo. Pero jamás he conocido a un Señor Director.

Dice que a veces ha tenido sueños en los que un Señor Director y él discuten acaloradamente acerca de una carta. Imagina a los directores cortando sobres, evaluando calidad. Pero nunca conversó con alguno. Sólo les enviaba cartas, o en ocasiones, si estaba de viaje, les enviaba postales con paisajes cautivantes. Tiempo atrás, desde la ex Unión Soviética, mandó una carta a Cristián Zegers, entonces Señor Director de “La Segunda”. “Le pedía que por favor se comunicara con mi familia y me dijera si estaban todos bien. Es que no había podido hablar con nadie”, recuerda. El señor Zegers, luego de unos llamados, le mandó un recado con la secretaria: “Todos bien”. Era una relación de afecto invisible.

—Y dos veces me amedrentaron —lanza de pronto.

Ocurrió en la era militar: tras algunas de sus ironías, unos matones le susurraron una amenaza telefónica. “Collados, terminemos con las cartitas. Dios no quiera que le pase algo”, le dijeron. El no titubeó y aumentó el poder lacónico. Escribió cartas de una sola palabra. Mandó diez al día. Mandó cartas a El País de España. Entabló amistad con Nicanor Parra con quien sostenía largas conversaciones en torno a las palabras. No le temblaba la mano al escribir palabras como “invertido”, eran otros tiempos, admite. “Y empezaron a salir los imitadores. Porque hasta esos días nadie escribía corto”, declara.

—¿En la élite de los ochenta, amenazar a alguien de exponerlo con una carta en El Mercurio era algo grave?

—Era tremendo —y suspira.

“¡Mandaré una carta a El Mercurio, ya verán!”, podía significar el éxito o el ocaso social. Las disputas señoriales se daban en “Cartas al Director”. Eso, piensa, declinó.

—A mí hace siete años que dejaron de publicarme. No sé el motivo.

—¿Y sigue escribiendo cartas en soledad?

—Lo dejé hace cuatro años. Por eso armé este libro. Con este libro terminó el juego…

—¿Y qué hace sin escribir cartas?

—Pinto (Collados es un reputado pintor de acuarela), estoy con mi familia… Pero, ¿sabe?... a mí me fascina no hacer nada.

—¿Mirar el techo, estar vacío?

—Yo feliz. Y así no andar pensando.

—¿No quiere meterse al mundo Twitter? Usted sería un gurú…

—¡Es mucho trabajo! Si yo ya tengo Gmail.

—¿Qué carta se escribiría a sí mismo?

—Mi epitafio: “No sabes cuánto te envidio, maldito lector de mi epitafio”.

Se pone de pie, estira el pantalón.

—¿Y cuál es el último mensaje a los Señores Directores?

—Muchos saludos. Muchos cariños. Gracias y disculpen —y, dirigiéndose a la puerta, el señor Collados ríe, pero lo hace brevemente. Como lo hace todo en la vida.

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