La “República

de los Pelusas”

El primer nombre que la cultura popular siempre evocará como ejemplo de los esfuerzos desplegados para rescatar a los niños abandonados del río Mapocho, sin duda, es el de san Alberto Hurtado, mérito y premio a sus fatigantes noches frías salvando a los ‘pelusas' de la más denigrante y perversa marginación social, allí en el barrio de los mercados.

Sin embargo, se sabe que hubo intentos previos a los del fundador del Hogar de Cristo y que pudieron haberle servido de ensayos o modelos, incluso casos remontados a religiosos de períodos previos la Guerra del Pacífico, como el sacerdote mercedario José Agustín Gómez y la Congregación de las Hermanas Hospitalarias de San José, en San Felipe, en 1866. Un programa de acogida fue implementado en el gobierno del Presidente Pedro Aguirre Cerda, con la llamada «Posada del Niño», y otro de una colonia agrícola experimental bajo atención de Carabineros de Chile (posible antecedente de la Fundación Niño y Patria), ambos casos destinados a sacar de la vulnerabilidad a estos chiquillos cautivos o en riesgo de ser atrapados por la subcultura que dominaba la vagancia y la haraganería callejeras.

Fue en estas primeras generaciones de bríos caritativos y antecedentes de la obra del Hogar de Cristo que destacó quien se constituyera, muy probablemente, como un gran precursor para tales objetivos benéficos en el río Mapocho, a pesar de la mezquindad con que ha tratado su recuerdo la historia oficial: Polidoro Yáñez Andrade.

Nacido en una familia de la zona centro sur del país, don Polidoro era hermano del destacado médico e investigador científico Parmenio Yáñez, uno de los precursores de la carrera de Biología Marina en Chile. Hombre distinguido, de cierta estatura (1,86 metros) y ojos de intenso color verde, contrajo matrimonio cuatro veces y tuvo varios hijos, pero arrastraba un terrible trauma como padre: en el catastrófico terremoto de Chillán, del 24 de enero de 1939, había perdido a tres pequeños hijos. Quizás de ahí provenía su sincero amor por los niños, que lo acompañará por el resto de su existencia.

La vocación benefactora de Yáñez en estos desafíos, donde dominaban por sobre todo los sinsabores y las ingratitudes, estaba confirmada en su propio currículo: como miembro de la Comisión de la Dirección de Protección de la Infancia del Ministerio de Salud, podemos suponer lo cerca que conoció el problema de los niños abandonados bajo los puentes o «cabros de río», como se les llamaba en el hampa, viviendo en pandillas o en las famosas «caletas», dedicados a la mendicidad y, cuando no, al escamoteo y al delito.

Comenzando hacia inicios de los años 40 un proyecto sostenido únicamente con los hilos de su iniciativa y esfuerzo personal, con registros de su actividad humanitaria ya establecida hacia 1943 o 1944, Yáñez había empezado a entrevistarse con estos “pelusas” para suscribirlos a su curiosa idea redentora: formar con ellos una colonia productiva, al tiempo que buscaba afanosamente alguna clase de apoyo para tan noble pero incomprendida labor.

A la sazón, los niños en tal situación de total carestía y de vagancia sumaban en Santiago unas 5 mil almas, según una nota de El Diario Ilustrado del 2 de febrero de 1944 que ha sido comentada por el teólogo Samuel Fernández, precisamente refiriéndose a la relación o influencia que Yáñez pudo haber tenido en la obra del padre Hurtado. El mismo artículo informaba también de la existencia de otro proyecto anterior muy parecido al suyo, pero que por haber fracasado, inspiraba al redactor del diario un fundado pesimismo sobre las posibilidades reales de materializar con éxito la idea que ahora llevaba adelante el funcionario de sanidad.

Desgraciadamente, el tiempo le daría la razón a esta clase de críticas, que pesaron todo el tiempo sobre los esfuerzos de don Polidoro.

Algunos hombres de esfuerzo y ex delincuentes redimidos del barrio Mapocho fueron “pelusitas” locales. Sería uno de ellos, Alfredo Gómez Morel, quien proporcionó la mejor descripción que podría haberse realizado sobre la forma de vida sórdida y a ratos infrahumana en que se desplazaban estos rapaces y mozalbetes, los «cabros de río». El autor de “El río”, como sucedía con muchos hijos de familias problemáticas, no tardó en entregarse por entero a una vida de vagancia adolescente, iniciándose en la delincuencia mapochina gracias a un conocido personaje de la época llamado “el Ñato” Tamayo, que ostentaba en el bajo ambiente el título de «Príncipe del hampa». Esta introducción al submundo lo mantuvo intercambiado espacios de vida entre los islotes o los puentes del río y las varias casas correccionales por las que pasaría a temprana edad, conociendo prematuramente los códigos del pandillismo.

Las memorias de Gómez Morel son una descripción precisa de la vida de los “pelusas” del río en esos años: niños residiendo a la sombra de los puentes y de la actividad del barrio, enlodados en el pantano de la mendicidad y las actividades delincuenciales, esbozando la más desalentadora y deprimente representación de existencia. Los «cabros de río» que se comprometían con el crimen y el callejeo mantenían, sin embargo, cuadros de jerarquía y evolución antisocial, aunque el autor los describía con un evidente síndrome apologista en su trabajo, mentalidad muy propia en la filosofía del hampa incluso cuando ya ha sido superada y redimida, pues queda amansada y adormilada viviendo en alguna parte, cual tentación de un ex alcohólico:

En nuestros dominios abundaban huesos, tarros vacíos, esperanzas y desencantos. El río frecuentemente amanecía de buen humor y traía cosas aprovechables o comerciables. En el peor de los casos regalaba trozos de leña que una vez secos servían para nuestras fogatas invernales. Formábamos una sociedad muy singular. Lo compartíamos todo: perro, choza, miseria y risas.

La maldad de los “pelusas”, en tanto, se mezclaba con la tendencia a la travesura de los mismos niños problemáticos, como una pequeña luz de inocencia que aún quedaba brillando en algún grano de sus infancias destrozadas:

Robábamos huascas a los carreteleros y en forma especial a un viejo contrahecho, sucio y borrachín que adoraba a los policías y les contaba todo lo que veía. Lo apodaron el «Guatón tripero». Por llevar muchos años estacionando su carruaje en el paradero de la Vega, conocía a todos los pelusas, y sin ser ladrón, cuando una víctima se presentaba a reclamar y la policía se veía desorientada, él aportaba datos e indicaba quiénes habían merodeado el lugar. Gustaba tanto de «ayudar» que a veces él mismo detuvo a algunos pelusas en acción. El río le tenía fastidio y se lo expresaba cortándole la cola de su caballo, tirándole paquetes con suciedades en su carretela y robándole sus huascas. Todo era para nosotros entretenido y fácil, una pequeña aventura de suspenso y hasta un espectáculo.

Esta era la escabrosa realidad sobre la cual Polidoro Yáñez intentaba construir su ilusión de un proyecto eficiente y sostenido para salvar a los chiquillos del río Mapocho, contando con escasas herramientas y apoyos en semejante desafío de consumar su utopía social: la “República de los Pelusas”.

En la Cámara de Diputados, hacia julio de 1946, ya se leía una petición suya solicitando asistencia a la labor social de su colonia de “pelusas” del Mapocho. En el oficio presentado en la ocasión se destacaba que el benefactor «mediante su propio esfuerzo, sin auxilio del gobierno ni de ninguna institución, ha logrado hacer una obra de efectivo bien social».

Mas, sin disponer de ese necesario soporte para tan anhelosa tarea, Yáñez se reunía periódicamente con los niños del amplio sector entre los puentes Bulnes y Pío Nono, especialmente los concentrados en el barrio Mapocho, atraídos hasta allí por los mercados y las aglomeraciones de gente como las descritas por Gómez Morel. Con largas charlas y prédicas, trataba de tentarlos de integrar su Colonia Mapocho, organización en la que se asignaban simbólicamente cargos como los de presidente y ministros elegidos por los propios muchachos... Esa era la ilusoria “República de los Pelusas”, proclamada desde su esperanza y esmero.

El campamento para estos niños recogidos y huérfanos se ubicaba en lo que entonces era el final de la avenida Ossa, en el 2250, hacia el sector de Bilbao. Hoy, sin embargo, cuesta mucho distinguir en el sector, ya totalmente urbanizado, dónde se hallaba dicho predio. Aunque algunas veces logró hacer que autoridades visitaran el lugar, su lucha por financiamiento y apoyo parece haber sido siempre infructuosa. Los chicos miembros de la colonia republicana trabajaban en la explotación de un pequeño bosque y en cultivos agrícolas ahí dentro del terreno, ilusionados con darle autosustento a la organización.

Aunque llegara a tener unos 140 chiquillos suscritos y participando en el proyecto, su quimera comenzó a desvanecerse en los años que siguieron: a la falta de buen sostén financiero se sumaba que, según quejas del diario Fortín Mapocho, en 1947, representando el malestar de los trabajadores y comerciantes veguinos, tras cada reunión de Yáñez y sus asistentes con los “pelusas” del río, no pasaba mucho rato para que reaparecieran por allá los mismos niños, vagando otra vez y cometiendo fechorías contra puesteros y clientes.

Desesperado por salvar del naufragio a su hermosa fantasía, Yáñez rogaba asistencia directa del gobierno. La investigadora Ana María Farías comenta que, en agosto de 1948, el esforzado bienhechor enviaba una carta al propio Presidente Gabriel González Videla, intentando describirle las bondades de su colonia, para la que pedía ayuda con la expectativa de convertirla en «una población de tipo agrícola, pesquera, forestal, ganadera o industrial, para vida y trabajo exclusivo de todos los elementos desplazados de la sociedad y la emigración de Santiago», y construir con ellos, ahora, «una nueva fuerza viva de la nación».

Sin embargo, difícilmente hubiese recibido atención de las autoridades en esos duros y conflictivos años. Sus sueños de un río Mapocho sin niños abandonados eran demasiado para el estado de la hacienda pública y el interés de los políticos en aquellos días, distraídos en otros graves problemas sociales, sindicales y en las sediciones partidistas. No quedó más en el camino del noble Polidoro Yáñez que presenciar en primera fila el derrumbe de sus loables intenciones y de su propuesta para terminar con la vagancia infantil en las ciudades de Chile, a través del esquema de las colonias productivas.

A pesar del fracaso de la Colonia Mapocho y de esa ilusoria “República de los Pelusas”, el experimento del ex funcionario fue una gran inspiración en el camino de pruebas y errores, para llegar a soluciones como la que ofrecería el Hogar de Cristo, seguido de la Fundación Mi Casa y más tarde Niño y Patria, de Carabineros de Chile, entre otras experiencias de ayuda solidaria infantil. Yáñez, además, siempre permaneció atento a estos temas y tratando de proponer ideas a las autoridades hasta su fallecimiento, a avanzada edad, tras irse a residir a la Provincia del Ñuble, en los primeros años del retorno de la democracia.

Ningún monumento o placa conmemorativa siquiera ha saldado la deuda de la sociedad chilena para con la memoria y la insignia del hombre que llevó adelante su lucha casi quijotesca contra el nido de la miseria y la destrucción de tantos niños en situación de indigencia o vulnerabilidad extrema, señalando una senda de trabajo que ha sido retomada y perpetuada por otros benefactores de nuestro país, ya sean hombres comunes o santos, como el jesuita Alberto Hurtado Cruchaga, que ha pasado por ambas categorías (la humana y la divina).

Como se recordará, con una posición un tanto rebelde hacia el conservadurismo de la Iglesia católica, Hurtado no cejó en su interés por comprometer a la institución con la asistencia más decidida a los pobres, habiendo explotado en él una fijación o idea pertinaz sobre el tema, de la que nunca más se pudo desprender, siendo casi seguro que conoció las experiencias de Yáñez y la fallida “República de los Pelusas”.

Decidido a consumar un proyecto definitivo, y esta vez exitoso, para el mismo problema, comenzó una campaña personal para reunir fondos, anunciando su proyecto en la prensa y exponiéndolo a potenciales socios contribuyentes: una casa de acogida para todos los pobres que se encontraban en situación de indigencia. Hurtado tenía, además, una ventaja sobre los demás clérigos de apellidos rancios y oropelados: había conocido en persona la situación de una vida con privaciones y sus años en Santiago le permitían saber perfectamente dónde se encontraban los más desposeídos, aquellos para los que había sido fundada esta casa de los pobres. De ahí, quizás, su obsesión tan temprana y felizmente incontrolable por asistir a los sectores más carentes pero menos visibles de la sociedad.

Fue de esta manera que, el 19 de octubre de 1944, Hurtado logró fundar el Hogar de Cristo, recibiendo la bendición de la casa por el cardenal José María Caro el 1 de mayo de 1945, en un primer edificio ya inexistente de calle López 535, cerca del también desaparecido convento de las Verónicas, cuya labor social caritativa pudo ser otra de las inspiraciones del futuro santo chileno. Más tarde se instaló la primera piedra del edificio donde se estableció después la casa, en la parroquia de Jesús Obrero, en la ex avenida General Velásquez, sede definitiva del Hogar de Cristo. Sólo la enfermedad lograría apartarlo de estas actividades a las que se entregó enteramente, falleciendo en 1952.

Iniciado ya el camino de su beatificación, el puente de calle Independencia, que conecta esta avenida con la explanada de la Estación Mapocho, allí donde el sacerdote iba periódicamente a recoger niños viviendo bajo el paso o entibiándose en las noches frías contra el llamado «muro caliente» de la Piscina Escolar, fue bautizado como puente Padre Hurtado. En 1992, además, en el pilar del pretil oriental en su acceso sur y de cara hacia el atardecer de cada día, se empotró una placa conmemorativa de bronce recordando su labor benefactora. Ocho años después, se hizo colocar también una escultura suya a un costado de la ex estación. El papa Benedicto XVI lo canonizó sólo un lustro después, el 23 de octubre de 2005.

Polidoro Yáñez y el recuerdo de la “República de los Pelusas”, en cambio, pasaron injustamente a las colecciones del inefable museo del olvido, relegando al claroscuro lo que en realidad fue una experiencia pionera y profundamente inspiradora de caridad y sentido social en la ciudad de Santiago de Chile.

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