“El futuro de la derecha chilena depende de su capacidad para recoger las particularidades de la historia en la que vive”.

Fernando Balcells

Hay una alegría bien ganada en la gente de derecha, entre los votantes, los inversionistas y los vecinos de ese país exclusivo que mantienen en el oriente de Santiago. La derecha ha sido sobria y hasta acogedora en su festejo, pero no es claro que esté siendo lúcida en el manejo de sus microidentidades. Durante años, ella ha buscado la forma de declarar prescrita la oposición izquierda-derecha y hoy está tentada con recuperar su patronímico. El alegato por la disolución del antagonismo vertebral de la política venía de sus épocas minoritarias. No se preguntaba por la fuerza identificadora y propositiva de esa oposición. Ser de derecha se transformó en una especie de nacionalidad secreta. De pronto ha resurgido un orgullo que se reclama de derecha y que se pregunta si este triunfo histórico no señala una tendencia que permita revertir las décadas de humillación y de incomprensión popular.

Actualmente la derecha como tal —sin necesidad de apellidos ni de centros— puede ser reivindicada como lugar de pertenencia abierta y exitosa en democracia. Pero, ¿quién es esa derecha que rebalsa de liberales a conservadores y de nacionalistas a ignacianos? Algunos intelectuales conservadores que daban por sepultada su diferencia bajo la marea economicista han recuperado el color de las mejillas y parecen dispuestos a rescatar una tradición, una historia o una síntesis que permita proyectar el nombre de “derecha” al porvenir.

El futuro de la derecha chilena depende de sí misma; de su capacidad para recoger las particularidades de la historia en la que vive y de su manejo singular de las relaciones de velocidad y de respeto en las que están involucradas la macroeconomía, los emprendimientos, el vecindario político y la gente. La combinación de aceleraciones tecnológicas, ralentizaciones humanas y sentido utópico de la política cerrará o mantendrá inconcluso el círculo que integra las distintas visiones y realidades en una existencia común de la que todos puedan participar productivamente y sentirse como en casa.

La mayor dificultad en el debate de las identidades estará en definir la materialidad de la separación —porosa, granítica o gaseosa— con los adversarios y trazar el recorrido de las fronteras entre la mano izquierda y la mano derecha de la política. Peter Sloterdijk habla de la mano que toma y de la mano que da, como oposición política primordial de estos tiempos. El filósofo alemán se refiere a los impuestos y, en el resto, insinúa que las oposiciones contemporáneas en materia de políticas públicas se dan como matices al interior de la socialdemocracia. Sloterdijk identifica al Estado moderno como un Estado repartidor que deja mayor o menor espacio a la iniciativa privada y a la voluntariedad en los aportes solidarios. El resto son vanidades regresivas.

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Joaquín Barañao Fundación La Ruta Natural

Derecho de propiedad: ¿un bien ilimitado?

El arreglo social supone un desafío complejo. Intentamos converger a los óptimos sociales, pero ningún arreglo maximiza el bienestar de todos y cada uno. El criterio general es que, alcanzado cierto punto, prima el interés público por sobre el individual. Por ejemplo, la libertad de elegir es un bien, pero la limitamos cuando se trata de adquirir armas, porque anteponemos criterios de seguridad social. Minimizar los tiempos de traslado es un bien, pero imponemos límites de velocidad porque priorizamos minimizar riesgos de accidentes. Bailar con los amigos es un bien, pero le ponemos costo al volumen de la música en áreas urbanas porque no vivimos solos.

La protección del derecho de propiedad es otro inobjetable ejemplo de un bien. Se trata de una herramienta fundamental en nuestro andamiaje económico y social, vital para efectos de proveer certeza jurídica. Sin embargo, también conoce límites. De hecho, ese fue el criterio que se impuso en la redacción del artículo 13 del D. L. N° 1.939 de 1977, sobre Adquisición, Administración y Disposición de Bienes del Estado. Allí se resolvió que el acceso a playas de mar, lagos y ríos justificaba garantizar el acceso universal, aún a costa de la propiedad privada si ello era necesario.

Así como hace cuarenta años tomamos la decisión de garantizar el acceso a las playas, la creciente valoración de la naturaleza vuelve imperioso expandir el espectro. Por ejemplo, a los grandes cordones montañosos. No es un equilibrio razonable entre protección de la propiedad privada e interés público que a Santiago se le impida el acceso a la enorme zona alta de su río principal —el Maipo— porque su único propietario así lo ha decidido en forma unilateral.

Alguien podría suponer que una medida así no es propia de un país serio, que traería consigo la debacle de la certeza jurídica, que nos llevaría al despeñadero porque ya nadie osará invertir. Considere que Suecia —no precisamente el epítome del caos— consagra en su constitución el «allemansrätten», el derecho a caminar, acampar, pedalear y disfrutar de la naturaleza en cualquier lugar del país, siempre que se guarde una distancia mínima a las casas y se respeten los jardines.

Si miramos a los países desarrollados con admiración, ¿por qué habríamos de exceptuar rasgos como este?

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“Un organismo así en ningún caso debe transformarse en una barrera a la voluntad de impulsar cambios por parte de un gobierno”.

En un reciente seminario en la Universidad Católica, miembros de distintas universidades y centros de investigación discutimos sobre las futuras reformas al Estado y, en particular, la conveniencia de crear una Comisión para la Integridad Regulatoria y la Coordinación Administrativa (CIRCA, por su acrónimo en español). Quiero destacar tres aspectos importantes.

En primer lugar, es importante que un organismo de este tipo tenga como misión supervisar el procedimiento para dictar normas y reglamentos dentro del propio Poder Ejecutivo. Su creación forma parte de la agenda de reformas a los procedimientos administrativos, especialmente para incorporar el análisis de impacto regulatorio, aumentar los niveles de participación ciudadana y mejorar los mecanismos de diálogo regulatorio dentro del gobierno. La idea es que cada vez que una agencia quiera dictar un reglamento, circular u otra normativa de aplicación general, CIRCA se preocupe de que esa agencia haga un análisis previo de su impacto en la realidad que persiga regular, que dicho análisis siga un estándar homogéneo y sea comparable con los que realizan otras agencias, que la ciudadanía reciba la información necesaria para participar en el proceso y su opinión sea sistematizada de una manera razonable. En fin, que las distintas agencias dialoguen de manera productiva y que la normativa dictada por cada una funcione de manera armónica.

En segundo lugar, es importante que las atribuciones de un organismo como CIRCA sean relativamente débiles. En ningún caso debe transformarse en una barrera a la voluntad de impulsar cambios por parte de un gobierno que es elegido por la ciudadanía, y tiene por tanto la legitimidad democrática. Como lo ha dicho Lucas Sierra, investigador del CEP, sería un error establecer una especie de Tribunal Constitucional para realizar los tests de costo-beneficio. El poder de persuasión de una institución como CIRCA debe descansar en su capacidad técnica antes que en atribuciones formales.

En tercer lugar, un organismo de este tipo debe contar con un adecuado nivel de independencia. Precisamente porque buscará legitimarse desde un plano técnico, la capacidad de influencia del Poder Ejecutivo tiene que estar limitada. En el fondo, CIRCA debiera representarle al ministerio respectivo que su reglamento está subestimando los costos de una determinada política, que resulta necesario entregar mayor información a la ciudadanía o que existen contradicciones con las reglas formuladas por alguna otra agencia del gobierno. Lógicamente, estas tareas deben ser cumplidas por alguien que está fuera de la cadena jerárquica de quien dicta el reglamento o circular.

En definitiva, una institución como CIRCA se enfoca en el trabajo normativo del propio Poder Ejecutivo, con atribuciones formales relativamente débiles, pero con un nivel de independencia robusto.

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