"¡Mira el pique! ¡Voy a acelerar para que lo entiendas! Jajaja", gritó, a las 21:00 horas del miércoles, Carlos Capurro, el ex piloto de Fórmula 3, mientras conducía un Ferrari California descapotable con pericia y personalidad por La Dehesa. "¡Sí! Jajaja", lo acompañaba, adherido al asiento copiloto, con un brazo al aire y con ansias de ser visto, un reportero que reía con cara de millonario. Es, de algún modo, la risa Ferrari, carcajada alucinada por estar montados sobre un motor biturbo esquivando tractores. La risa del vértigo. Es que ambos salían de un suceso mágico: la inauguración de la casa matriz de Ferrari y Maserati en Chile, ubicada en el centro neurálgico del poder adquisitivo. Un evento que conmovió a reputados machos alfa y tuercas.

—Jaja —reían Carlos y este reportero.

—¿Pero, en el fondo, qué da un Ferrari, Carlos? —preguntamos al conductor, en el momento de serenidad que da una luz roja, ahí, en un cerro con vista a la clase media y a un montón de esfuerzo.

—Ferrari es Ferrari. Es arte. Es como escuchar una ópera —respondió con sabiduría.

—¿Va a la oficina en el Ferrari?

—No. Lo uso poco. Bueno, lo miro.

—¿Cómo? ¿Usted le coquetea?

—No, no. Lo tengo ahí para mirarlo —y pisó otra vez el pedal, degustando el acelerador.

Poder mecánico

Minutos antes ya se había hecho oficial: sí, señoras y señores, al fin Ferrari y Maserati, dos leyendas de la mecánica italiana, comprobando el auge del mercado del lujo, y enterados de que hoy ya se dan facilidades de pago a los poderosos (de 12 a 24 cuotas), se ha instalado en Chile.

—¡Esto lo soñé! —gritó un tuerca afiebrado.

—Prudencia —sugerimos, al verlo salpicar el espumante.

—¡Voy a juntar 300 mil dólares! ¡Quiero un Ferrari 488!

Había un centenar de magnates emocionados, sacando fotos a los modelos expuestos. Por allá brillaba un Maserati, ideal para pasiones más sobrias. Rondaban por el lugar empresarios canosos con carisma y gente del espectáculo estrenando el primer tostado de la primavera. De pronto apareció un hombre solvente luciendo una chaqueta rosada.

—Me importa una raja el qué dirán —aseguró Juan Carlos Cerda, abogado.

—¿Cómo es su Ferrari?

—¡Rojo pues! Yo lo uso para ir al trabajo. Nunca me lo han rayado.

—¿El Ferrari es erótico?

—Muy erótico —responde, con voz de galán al volante.

De pronto, apareció Marcos Hites, el empresario que colecciona autos de lujo. "El Ferrari es adrenalina", dijo con rostro de niño, "es otra dimensión del vértigo". ¿Qué le ocurre al conducirlo? "Es vivir al límite". ¿Qué es eso, Marcos? "Es el mundo de las emociones, jajaja", afirmó feliz. ¿Ya apareció usted en la revista Forbes? "¡Estás loco! Nooo", aclaró, y luego presentó a su hijo, Benjamín, 18 años, piloto en ciernes: "Estuve en Europa y probé el Ferrari más rápido del mundo. Fue increíble". Es la nueva promesa de la velocidad.

—Todo chileno sueña con un Ferrari —reveló Roberto Maristany, el representante de la marca en Chile.

—El Ferrari es todo —apuntó, por su parte, la ex modelo Carla Ochoa.

—El Ferrari no facilita la vida, pero ayuda —anunció Rolando Halabí, el dueño de O'Neill en Chile.

—El hombre se siente otro en uno de esos autos. Pero a mí no me seducen con algo así —alegó, cruzando una pierna, Nicole Neumann (29).

—Es para aparentar —la apoyó, con mirada perdida, Javiera Martínez (30).

Y entonces, con ternura y teatralidad, destaparon la sorpresa de la velada: dos autos cubiertos con tela. Hubo ovación: era el Ferrari GTC4 Lusso —aceleración de 0 a 100 en 3,4 segundos, velocidad máxima 335 km/h, cuatro asientos, lujo deportivo— y el Maserati Grand Cabrio Sport —descapotable, apto para merodear por la Costa Azul, $125 millones— y hombres maduros manosearon los vehículos con gestos preocupantes. Un señor abusó del Maserati y le besó el foco. Otro, le brindaba un masaje al capó del Ferrari.

—Mmm… —aportó Jorge Ríos, el progenitor del Chino, quien mirando una fotografía, señaló: "Míralo". ¿Qué? "Maserati. Rápido. Me gusta. Chao", y, sonriendo, se fue como todo un Ríos.

Llegamos

"¡Ahora sí que acelero!", fue lo que anunció Carlos Capurro en el paseo final del Ferrari California. El biturbo explotó y alcanzamos 170 km/h en ocho segundos. A Carlos se le distorsionó el peinado y tomó un aspecto de bohemio.

—Ya, calma. Sólo era para mostrarte.

Luego Carlos volvió a ser un padre de familia convencional, estrechó una mano y nos dejó otra vez en la puerta del evento. El reportero bajó, se limpió la adrenalina y toleró dos fotografías de los fanáticos de los autos. La fiesta seguía al rojo vivo. En este pedazo de la ciudad, al menos, Chile ya no es jaguar. Desde ahora es un Ferrari.

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