Que alguien quiera espiarnos puede ser una prueba irrefutable de nuestra relevancia social".

Creíamos que la época de los grandes espías, intrépidos y glamorosos, había terminado junto con la Guerra Fría. Ahora, en vez de infiltrar agentes basta con infectar computadores. A James Bond lo dejaron cesante unos hackers sedentarios, fofos y pálidos.

Así fue en todo el mundo, menos en Chile. Aquí disfrutamos, hace poco, de las aventuras de un intrépido agente al estilo de la Guerra Fría. Aunque éste no fuera, precisamente, un 007. Nuestro espía se asemeja más al añorado Maxwell Smart, aquel "superagente 86, maestro del recontraespionaje".

Ese Maxwell Smart criollo se llama Rubén Zito (sic) Aros Oñate. Nuestro superagente tiene cincuenta años, bien conservados. Luce una melena rubia y una barba hipster, como de leñador, acicalada. Ni Bond ni Smart se habrían permitido esos atributos capilares, pero el glamour cambia con las épocas.

Rubén Zito se formó en Carabineros de Chile. En ese cuerpo de policía militarizada —otrora muy respetado— nuestro futuro superagente destacó por su valor. Durante los terribles incendios que asolaron Valparaíso, en el año 2009, él se arrojó a las llamas para rescatar a un matrimonio. Tristemente, Rubén Zito falló. Los esposos se quemaron y él resultó chamuscado. Pero su arrojo mereció una condecoración.

Tras ese acto, a la vez heroico y trágico, la vida de nuestro superagente cambió drásticamente. En pocos años, Rubén Zito renunció a Carabineros, se divorció, se dejó crecer el pelo dorado hasta los hombros, enamoró a una jovencita, y con ella se dedicó al contraespionaje.

No hay que degradar a simple "suerte" ese instante en el que un talento ávido se abalanza sobre una oportunidad propicia. La nueva vocación de Rubén Zito encontró su gran ocasión cuando el vicepresidente de una poderosa industria de pastas sospechó que lo espiaban. Raudo, nuestro héroe se presentó en la vicepresidencia de la tallarinera acompañado de su "chica Rubén" (su chica Bond). Juntos y premunidos de sofisticados detectores pronto encontraron micrófonos suficientes para justificar las peores sospechas del mandamás raviolero. Aunque faltaba resolver una incógnita acuciante: ¿quién diablos querría espiar a un fabricante chileno de tallarines, por ricos que sean estos?

Sin duda, esa incógnita cundió más allá de la empresa afectada y de su gremio. Es fácil imaginarse a los industriales del lavalozas, a los reyes de la palta y el vino, a los zares de las cecinas, preguntándose con envidia: ¿por qué espían a esos tallarineros, y no a nosotros? ¿Acaso somos menos importantes?

La propia Sociedad de Fomento Fabril, la Sofofa, se creyó merecedora de un espionaje. Ansiosa de no parecer menos, esta fofa asociación llamó con urgencia a Rubén Zito. Una vez más, nuestro superagente y su "chica Rubén" rastrearon con pericia y confidencialidad. Pronto, en la presidencia de los industriales también aparecieron unos micrófonos ocultos. Misteriosamente, en lugar de denunciar el espionaje sufrido, la directiva de esa multigremial decidió esconderlo durante largos días, "para evitar causar alarma pública" (so fofa es la vanidad de nuestra Sofofa).

Micrófonos ocultos, descubiertos y reocultados. Ni a John le Carré se le habría ocurrido. Naturalmente, cuando al fin esta sabrosa intriga se reveló produjo una epidemia de "conspiranoia". La mitad de Chile decía saber "de buena fuente" quién espiaba a quién y por qué. Hasta un probable futuro Presidente de la República afirmó: "Tengo información de que eso tiene que ver con relaciones de pareja". ¿Qué información y qué parejas eran ésas? Nunca se reveló. Ahora necesitaríamos un 007 para saberlo.

Mientras tanto, Rubén Zito había alcanzado el estrellato. Y su negocio florecía. Se dice que lo llamaban hasta de los restaurantes italianos para que les revisara los tallarines, por si en ellos hubieran caído micrófonos (igual que aquel candidato a la Presidencia, no pienso revelar quién me dio esta información.)

Por desgracia, incluso las historias más entretenidas terminan. La Policía de Investigaciones descubrió que Rubén Zito y su chica plantaban los micrófonos que ellos mismos descubrían. Los contraespías eran también los espías. ¡O sea que eran unos requetecontraespías!

Que alguien quiera espiarnos puede ser una prueba irrefutable de nuestra relevancia social. Por el contrario, si nadie quiere hacerlo esto seguramente significa que nuestros secretos valen poco o nada. Quizás por eso los capos de la industria chilena —tan astutos en otros campos— fueron presas fáciles de ese Maxwell Smart criollo.

Señor juez, por favor absuelva a nuestro superagente. Rubén Zito cumplía una función social: inventaba el espionaje que necesitamos para creernos importantes. Y además, con Rubén Zito trabajando Chile era mucho más entretenido.

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Un método

para el diálogo

Así como la izquierda marxista retornó del exilio, la derecha tradicional desempolva los rifles. Somos testigos de un país dividido por visiones de mundo antagónicas, las cuales han entrado en conflicto. Las agresiones verbales han dado paso a las físicas y nadie pareciera querer hacerse responsable. Yo lo hago. Deseo reconocer mi responsabilidad por defender un modelo ideológico que, incluso anclado en una cosmovisión cristiana, no ha sabido conversar con su contradictor.

La generación de la que formo parte comprendió la necesidad de las convicciones en el debate público, pero ha sido incapaz de entregarle al país un método que articule el diálogo político, tan necesario para mantener la convivencia. A modo de disculpa, entonces, les propongo uno en cuatro sencillos pasos.

Primer paso: dejar de lado lo "sagrado", parafraseando a Peña. Si nos disponemos a debatir valores o principios, ¿tendremos algo que conversar? Mi profesora de lenguaje en el colegio solía reprendernos cuando nos enfrascábamos en "discusiones bizantinas": conocíamos lo que pensábamos, sabíamos que no nos íbamos a convencer y, aún así, peleábamos. No creo renegar de mis ideales cuando apunto que también hay otros temas relevantes.

Segundo paso: el contexto. Para dar cabida al diálogo, es menester dotar a los interlocutores de un ambiente en el que se puedan expresar con tranquilidad y confianza. Nadie baja sus defensas si se siente amenazado. Los dos pilares angulares del contexto son el respeto y el alcohol. Parafraseando a Churchill, esto último lo afirmo por razones religiosas.

Tercer paso: el diagnóstico. Dispuestos a conversar sobre "lo opinable", ejecutar un diagnóstico común. Se sorprenderán con la cantidad de asuntos concretos en los que marxistas y capitalistas, moros y cristianos, chunchos y cruzados, compartirán «approach». Todos nos hemos subido alguna vez al metro en hora punta.

Cuarto paso: los acuerdos. Enfrentados a un diagnóstico compartido, surgirán las vías de solución. Y en esto pesará más la experiencia humana que las posiciones ideológicas. La vida es un conjunto de realidades, no de ideas.

Los verdaderos "desacuerdos" (Waldron) en la sociedad son escasos. Las urgencias sociales tienen poco o nada que ver con las urgencias políticas en pugna y, puestos a conversar sobre las primeras, muchas de ellas encuentran soluciones transversales. Valdría la pena intentarlo.

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