Si la humanidad aún no se enzarza en una Tercera Guerra Mundial se debe a esa amenaza de aniquilación completa, mucho más que a las buenas intenciones de nuestros líderes".

Leyendo la prensa o viendo telediarios uno teme que el apocalipsis ocurra en cualquier momento. Los medios suelen comentar con gran alarma la elección de Trump, el Brexit, el terrorismo islámico y el cambio climático. Ávidos de rating, algunos periodistas nos presentan esos y otros sucesos como si fueran de igual gravedad y todos juntos anunciaran el fin del mundo. Pesimismo que las redes sociales paladean con fruición. Millones de feisbukeros repiten cada día "vivimos una época muy peligrosa" (¿lo es? ¿O es que todas las épocas aspiran a sentirse interesantes?)

Es posible que mi escepticismo ante la gravedad apocalíptica de las noticias actuales provenga de mi condición de sobreviviente. Mi generación, al igual que otras mayores —pero a diferencia de los veinteañeros o treintañeros de hoy—, sobrevivió a la Guerra Fría. ¡Y entonces sí que estuvimos cerca del apocalipsis!

Entre los años cincuenta y los ochenta del siglo pasado el holocausto nuclear parecía inminente. Desde ambos lados del Telón de Acero los líderes mundiales se amenazaban casi a diario con el fin del mundo. La naturalidad con la que hablaban del exterminio de la raza humana oscilaba entre la perfidia y el humor negro.

En 1958 el líder soviético, Nikita Kruschev, visitó China durante un verano sofocante. Mao estaba furioso con él por ofensas anteriores y porque consideraba que los rusos eran demasiado blandos con los países capitalistas. Para darle una lección a Kruschev, el líder chino dispuso que la segunda reunión entre ambos se verificara en su residencia privada, dentro de una gran piscina.

Mao, que era un excelente nadador, sabía que Nikita apenas podía flotar. Mientras Mao cruzaba la piscina de extremo a extremo, el humillado líder soviético debió permanecer en la sección dedicada a los niños hasta que le pusieron unos flotadores para que pudiera acercarse, nadando a lo perrito, al "gran timonel". Entonces Mao le expuso al apenas flotante Kruschev su plan maestro para que el comunismo dominara el mundo. La URSS y China le declararían una guerra final a los EE.UU. Los rusos no debían temer a las mejores armas estadounidenses porque los chinos exterminarían a los soldados capitalistas con sus inagotables divisiones, dispuestas a morir en masa. En sus memorias Kruschev relató que intentó explicarle a Mao cómo unas cuantas bombas atómicas podían convertir en polvo todas sus divisiones junto con las del enemigo. "Pero Mao ni siquiera escuchó mis argumentos; obviamente me veía como un cobarde".

Los niños que crecimos durante la Guerra Fría aprendimos que en cualquier momento el dedo peludo de un jerarca en el Kremlin, en la Casa Blanca o en esa piscina de Beijing, podía apretar un legendario botón rojo que devastaría el mundo. Las superpotencias se destruirían mutuamente mediante una lluvia de cohetes balísticos intercontinentales cargados de múltiples bombas termonucleares. Y el resto del planeta se congelaría en un "invierno nuclear".

A los 12 años mi lenguaje ya incluía esa tremebunda jerga de la Guerra Fría. La aprendí viendo programas de televisión sobre los arsenales acumulados por los EE.UU. y la URSS. En ellos se repetía una frase enigmática: "Las superpotencias poseen suficientes bombas atómicas para destruir varias veces la Tierra".

Ese niño que fui se preguntaba, angustiado: ¿Por qué esas superpotencias quieren destruir "varias veces" la tierra? ¿No les bastaría con arrasarla una sola vez? Como si hubiese oído mis interrogantes, el televisor en blanco y negro me respondía con acento nasal y lúgubre: "Todo se debe a la estrategia de Destrucción Mutua Asegurada".

Ayayay. Todavía se me pone la carne de gallina cuando rememoro esa estrategia letal que garantizaba la paz asegurando que, en caso de una guerra nuclear, los únicos que pudieran celebrar una victoria fueran las cucarachas y las ratas mutantes.

Lo más perverso de esa estrategia es que funcionó. Y es más: sigue funcionando hasta ahora. Todavía seguimos flotando en aquella piscina de Beijing donde Kruschev disuadió a Mao de su proyecto de guerra final. Pero no lo hizo por amor a la especie humana, sino por temor a la Destrucción Mutua Asegurada. Si la humanidad aún no se enzarza en una Tercera Guerra Mundial se debe a esa amenaza de aniquilación completa, mucho más que a las buenas intenciones de nuestros líderes.

Las noticias actuales suelen ser malas. Pero la peor noticia no es una novedad y quizás por eso pasa desapercibida: nuestro temor a la guerra es superior a nuestro amor a la paz.

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De la inversión al desarrollo territorial

La encuesta Casen muestra que la pobreza por ingreso en Chile ha disminuido. En particular, revelan una reducción de 29,1% en 2006 a 11,7% en 2015, significativo logro considerando que el promedio de América Latina para 2014 fue de 28%.

Esta información se vuelve relevante al constatar que las cifras de pobreza en Chile son disímiles en función del territorio. Una variable que resulta significativa en esta heterogeneidad es el área en la cual se ubican las personas en situación de pobreza: 22% en zonas rurales por sobre 10,2% en urbanas.

Hoy, además, Chile cuenta con una medida más exigente de medición de pobreza, al haber incorporado la medición multidimensional, con indicadores como educación, salud, redes y cohesión social. La pobreza multidimensional en Chile para 2015 fue de 20,9%, y nuevamente salió a jugar su carta la variable territorial, con una brecha de 16,5% entre la pobreza rural y la urbana.

Esto confirma la necesidad de una política de intervención distinta, donde la mirada territorial juegue un rol clave. La cooperación público-privada es una oportunidad para mejorar la calidad de vida de los habitantes de dichos territorios, y eso pasa por hacer de los proyectos de inversión proyectos inclusivos, virtuosos y sostenibles.

Hoy los datos muestran una situación poco favorable para los grandes proyectos en Chile: la inversión extranjera directa en Chile bajó 50% entre 2014 y 2016 (Banco Central), el atractivo país para la inversión minera cayó 28 puestos entre 2015 y 2016 (Fraser Institute) y la inversión proyectada para el período 2017-2021 disminuyó 23% en relación a lo preconcebido en 2016 (CBC, 2017).

Si le añadimos a la ecuación el que los grandes proyectos de inversión son percibidos como negocios que buscan extraer riqueza, y no como iniciativas que avanzan hacia compartir los beneficios con las comunidades, observamos un panorama complejo que perjudica el potencial de desarrollo de los territorios.

Ante esto, una sola conclusión: Chile reclama una política de desarrollo territorial con una articulación estatal que oriente los procesos hacia el beneficio mutuo, respetando los derechos de las personas y del medio ambiente, como una apuesta para la política social y de desarrollo que nuestro país necesita.

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