Un diluvio. Eso caía sobre la cubierta del Calbuco.

La lluvia se precipitaba con tal fuerza que rebotaba en la superficie del barco, como si también lloviera de abajo hacia arriba.

Esa madrugada de agosto azotaba además un temporal de viento.

El Calbuco y sus pasajeros habían partido treinta y seis horas antes desde Puerto Montt y ahora, a su entrada a Melimoyu, en la costa norte de la Región de Aysén, el agua estaba fuera de control. Explotaba desde el cielo oscuro. Se batía con furia en el mar.

Fue entonces que apareció Cecilia Moreira.

***

Melimoyu es un lugar hermoso.

Una península con un paisaje que mezcla canales, fiordos, islas, montañas altas que por arriba atraviesan nubes y por abajo se hunden en el mar. Una tupida selva de canelos, de coigües y cipreses lo cubre todo. Melimoyu es un lugar donde la naturaleza se despliega libre, sin permiso, tomándose todos los rincones, y donde ya a primera vista se nota que no es fácil abrir espacios para la vida humana.

Eso último, sin embargo, es lo que quería el gobierno de Augusto Pinochet.

La idea era llevar hasta allá a un grupo de chilenos y aprovechar terrenos fiscales con escasa densidad de población. El asunto no parecía complejo: el Estado le daba gratuitamente a cada colono un trozo de tierra y cada colono se trasladaba a vivir allá, a trabajar las hectáreas asignadas y a armarse una vida nueva en Melimoyu.

El proceso estuvo a cargo del Ministerio de Bienes Nacionales. Los postulantes debían acreditar varias cosas. La más importante era un proyecto de desarrollo económico para el terreno asignado. Luego, una cuenta bancaria con solvencia para mantenerse dos años sin percibir ingresos. También acreditar una profesión u oficio.

Fueron seleccionadas cincuenta familias, que partieron a Melimoyu en dos períodos. La primera oleada de colonos llegó a partir de 1982: a ellos se les adjudicaron los terrenos más grandes, de miles de hectáreas, en las áreas más alejadas de la península. Luego, llegaron los otros, a mediados de esa década, y se instalaron en parcelas más pequeñas, con tamaños que partían desde media hectárea. Con estos últimos colonos, instalados más cerca entre sí y más próximos a la orilla donde llegaban los barcos desde el norte, la idea era formar el llamado "centro de servicios". Desde allí se construiría el pueblo y se prestaría apoyo a los colonos que estaban más lejos.

Eso era en el papel.

En la vida real, la que se desarrolló en medio de la selva impenetrable de Melimoyu, bajo la lluvia, las cosas resultaron muy distintas.

Los menos quedarían en pie.

***

Ajena a todo, nerviosa, sin conocer nada del lugar al que estaba llegando con sus tres hijos, esa madrugada de agosto de 1986, en medio del diluvio, Cecilia Moreira apareció con abrigo de piel.

En esos días, un abrigo así era moda y símbolo de estatus. Y ella pensó que un viaje como este lo merecía.

Cecilia Moreira, elegante, forrada en piel, salió con sus niños a la cubierta del Calbuco cuando llegaron a Melimoyu; y ahí mismo se acabó el estilo. Tuvo que saltar sobre un bote que los acercó a la orilla y no le quedó otra que meter los pies al mar para alcanzar tierra firme.

Más atrás venían las cajas donde había metido toda su casa de Santiago para traérsela aquí al sur, donde comienza la Patagonia. En esas cajas estaban sus muebles, la ropa, los electrodomésticos. También decenas de pollos, patos y conejos que Cecilia Moreira embarcó para armar su granja en estas tierras lejanas.

La lluvia de esa madrugada mojó las cajas de cartón hasta deshacerlas. Lo que iba a ser su casa quedó desparramado sobre la playa. Y los pollos y los patos y los conejos corrían desorientados por la orilla del mar.

Pero la lluvia no solo le estropeó eso a Cecilia Moreira.

En minutos, le hizo añicos la tenida que había elegido para su debut en Melimoyu.

—Con el abrigo todo mojado, parecía un ratón —recuerda Cecilia Moreira, riéndose, treinta años después.

—Yo quería matar a Adolfo —dice.

Adolfo Rojo era su marido.

Adolfo Rojo era uno de los hombres que, a mediados de los ochenta, había sido elegido para ser colono en Melimoyu.

***

Cecilia Moreira y Adolfo Rojo se conocieron en los setenta, en Angol. Ella estudiaba pedagogía básica en la sede que tenía allí la Universidad de Concepción. A esa carrera llegó Adolfo, quien era de Penco y venía de estudiar ingeniería en Punta Arenas.

Se gustaron, se casaron y con el nacimiento de Pía Rojo Moreira se convirtieron en padres jóvenes. Ella tenía veinte. El, veintitrés. La sede universitaria se cerró tiempo después y los tres debieron trasladarse a Concepción. Cecilia Moreira continuó con pedagogía. Adolfo no. Se retiró e hizo su tercer y último intento académico, esta vez en el Inacap. Egresó como técnico en ajuste y montaje de maquinarias industriales. Nunca ejerció ese oficio. Seguía buscando algo más, algo que aún no lograba encontrar.

Cecilia Moreira quedó embarazada de nuevo cuando preparaba su tesis. Tuvo un embarazo complicado. Debió irse por salud a Santiago, donde nació Fernanda Rojo Moreira. Adolfo se trasladó también a la capital, y juntos comenzaron una vida en Santiago. En un departamento en La Florida.

Cecilia Moreira empezó a trabajar en uno de los colegios de la familia Matte, en la esquina de Matta con San Diego. Dice que el nivel de exigencia era alto, que le pagaban muy bien y que era el sitio donde cualquier profesor quería estar. Enseñaba Ciencias Naturales de quinto a octavo básico. Mientras, su marido formó una empresa para importar levadura. Les iba bien. Los Rojo Moreira llevaban una vida cómoda, sin sobresaltos.

Entonces se cruzó Melimoyu.

Mario Hückstadt, su mejor amigo desde la infancia, le pasó el dato a Adolfo Rojo. Y, de paso, le tocó la fibra aventurera que le recorría el cuerpo. Eso, una vida allá lejos, podía ser lo que andaba buscando y no había podido hallar.

—Se volaban con proyectos. Yo les decía: ustedes dos están locos —señala Cecilia Moreira, sentada con las piernas cruzadas, un café en las manos, el cabello rubio bien peinado, en una sala de estar de la casona de madera en que vive. Aún en Melimoyu.

***

Adolfo Rojo postuló con un proyecto de cultivo de cholgas. Mario Hückstadt, con un proyecto de ferretería. Ambos fueron aceptados.

Adolfo Rojo, como exigía el gobierno, viajó a Melimoyu a ver cómo era esa tierra de la que nunca había escuchado. Estuvo un mes aquí. Vio que era un lugar lindo pero agreste, difícil, sin ningún tipo de urbanización, inundado de bosques, sin terrenos despejados para construir, con lluvia casi permanente. Un lugar donde no había nada más que naturaleza. Donde estaba todo, todo por hacer.

Nada de eso se lo comentó a su mujer.

—Yo pensé que era como el campo de mis abuelos en Nacimiento. ¡Jamás me imaginé que me venía a la selva! —dice Cecilia Moreira.

Por eso, desinformada, Cecilia Moreira se puso un abrigo de piel para su arribo.

Por eso, la llegada de la familia a Melimoyu, recuerda Pía Rojo, la hija mayor, tuvo un aire garciamarqueano que no los abandonaría nunca más.

***

Pía Rojo es menuda. De ojos grandes. De cabellos color miel. Llegó a Melimoyu a bordo del Calbuco, en esa noche de tormenta, cuando tenía diez años. Su hermana Fernanda tenía siete. Adolfo, el menor, apenas tres.

Ahora camina con botas de agua y parka por el campo que le dieron a su padre hace tres décadas. Son sesenta y cuatro hectáreas salpicadas de árboles, con pasto largo y un riachuelo que en los inviernos se transforma en río. Es un terreno rodeado por cerros y bosques; y donde se pasean setenta chivos custodiados por la Calafate, una alba perra pirineo.

Pía Rojo se detiene frente a una pieza de madera, pequeña, casi en ruinas.

—Esta fue nuestra primera casa —dice.

Se ríe.

—Sí, fue un shock.

Esta casa, apenas un cuarto maltrecho, la construyó su padre. Adolfo Rojo se vino un año antes a Melimoyu para preparar las cosas. En 1985 empezó a levantar la casa en su terreno de colono. Era pésimo para la construcción y la carpintería.

Como pudo, cortó madera en el bosque y levantó esta pieza. Allí estaría la cama matrimonial y el camarote de los niños. Después hizo una ampliación. Tablas cubiertas por nylon. Una especie de invernadero, donde se instalaría la cocina —un tambor metálico para encender leña—, el comedor y una cama que, con cojines encima, funcionaría como living.

A esa casa llegaron su mujer y sus hijos tras bajarse del barco.

Cecilia Moreira, mojada hasta los huesos, con su abrigo de piel hecho una miseria, supo enseguida que casi todo lo que se había traído desde Santiago iba a quedar arrumbado bajo el nylon, sin uso. Sin electricidad, ni pensar en los electrodomésticos.

La vida en Melimoyu debía reducirse a lo básico.

***

—Nuestra infancia aquí fue mágica, como una novela de García Márquez.

Eso dice Pía Rojo, mientras camina por el campo con sus botas de goma.

Y empieza a recordar. Para ver a su amiga Vanesa López, hija también de colonos en Melimoyu, que vivían en la zona más alejada, debía ir en bote. Era una aventura: dos niñas metidas en un barquito, remando felices por cuatro horas. Algunas tardes, cuando tenían ganas de alguna delicatessen, que en el caso de ellas no era más que arroz con un tuto de pollo, echaban a andar la imaginación: cocían arroz blanco, le echaban un caldo de ave y ya tenían la esperada cena sobre la mesa.

Recuerda también la adrenalina de un puma rondando la casa. Día y noche.

—Teníamos hartos chivos, como ahora. Empezaron a desaparecer. El puma los fue matando a todos. Después se comió las gallinas y los patos. Después se comió al gato. Después a los perros. Faltó que nos comiera a nosotros no más. Uno abría la puerta en la noche y veía los ojos del puma a lo lejos, mirándote. Pía Rojo habla del árbol de las calugas. Sus vecinos, los colonos Jorge Lavín y Lidia Achurra, colgaban dulces en los árboles y llamaban al menor de los Rojo a cosechar masticables. El niño creció pensando que en el campo de su padre había árboles cuyos frutos eran los dulces que florecían en las ramas.

En Melimoyu, así como en Macondo, todo podía ser posible.

—¿Por qué tu padre quiso una vida como los Buendía?

—Mi papá era un aventurero. Tenía una manera especial de ver la vida. Era como la oveja negra de su familia, donde hay abogados, médicos, un abuelo empresario. El siempre soñó una vida libre, y vio aquí la manera de cumplirla.

A Pía Rojo se le quiebra la voz.

—Me da mucha pena hablar de mi papá —dice.

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