"La guerra de Chile se constituyó en fuente inagotable de disputas teológicas en que la división de pareceres entre el mismo clero repercutió gravemente en la conciencia de los soldados, en relación al cumplimiento de sus deberes cristianos".

"El planteamiento del padre partía del hecho de la comprobada inutilidad del método seguido hasta entonces en la Araucanía, sin fruto alguno y con pérdida de miles de almas y de una fortuna por parte de la real hacienda, sin lograr ningún fruto en el plano de la evangelización…"
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a guerra de Arauco

Por los conflictos que ocasionó en el plano espiritual y para descartar otra arista de las disputas llamadas "teológicas", es el momento de abordar este vasto tema: para Mario Góngora, nuestra guerra vista como cruzada se prolonga nada menos que hasta fines del período, con motivo de la guerra de España con la Francia revolucionaria.

Durante todo el período, Chile fue la sala de armas de América; su estratégico enclave al sur del continente, a la boca del Estrecho, lo constituía en antemural del Perú, debiendo defenderlo poderosas guarniciones de constantes agresiones piráticas. Dentro de sus límites, el indomable pueblo araucano no solo rechazaba al español que quisiese penetrar las fronteras de su estado, sino lo atacaba irrumpiendo en las zonas de paz; es "nación tan valerosa y capaz –escribía al rey el gobernador Francisco de Quiñones en 1599–, que excede en ventaja a todas las que se han descubierto en las Indias". "Flandes indiano" llamó el P. Diego de Rosales al Chile de 1600, reconociendo más que el hecho legal de la equiparación de su ejército al de Flandes, lo que la sola mención de aquel dominio europeo, en perpetua guerra, significaba para España.

Es útil recordar que la guerra de Chile no se limitó solo al período de la conquista, sino que, con altos y bajos, se dilata hasta la llamada "pacificación de la Araucanía" a fines del siglo XIX, con repercusiones en la evangelización de los naturales. En el lapso transcurrido desde la llegada en 1540, de Pedro de Valdivia, hasta 1620, el general Diego Flórez de Valdés conceptuaba a bulto en 150.000 el número de españoles fallecidos en la guerra y en 60.000 el de indios amigos; dos gobernadores, Pedro de Valdivia y Martín García Óñez de Loyola habían muerto despedazados por los naturales, calculándose los gastos militares en ocho millones de ducados.

La vida en las ciudades del sur era de alarma constante: el autor del Purén indómito, pinta el cuadro que ofrecía La Imperial en 1599.

Otras veces armados, los varones/ por la espaciosa y ancha plaza de armas hacían de ordinario procesiones cuando libres estaban de las armas. Los bonetes que llevan son morriones sobrepellices, cotas y otras armas/ picas largas, imágenes y cruces/ las cuerdas encendidas eran luces.

"Solo Chile ha consumido más y más hacienda –se decía–, que todo lo que hay hoy descubierto en las Indias y está más atrasada la guerra que ha estado jamás, y es la llave del Perú y así de todo el Mar del Sur". Para el soldado español venir a Chile la perspectiva de morir padeciendo privaciones en Arauco era de todas las posibilidades la más segura. "Dudo que haya en el mundo, decía un testigo en 1594, hombres de más lealtad en servicio de su Rey y Señor que los soldados vecinos que yo he visto servir en Chile, ni mayores sufridores de trabajos, porque ellos en invierno y verano, en cualquier tiempo los hallan sus capitanes para todos efectos, sin que en razón de hacerles trabajar haya sucedido jamás desorden"; "todo es fineza en aquel reino, agrega Tesillo, los súbditos sacrifican sus vidas por su Rey en la defensa de la fe y el Rey sacrifica su patrimonio en la conservación de sus súbditos".

Cuán compleja era en la práctica la relación entre españoles e indígenas, lo demuestran casos que tampoco cuadran con las generalizaciones. Uno es precisamente el de los "indios amigos", que durante todo el período acompañaron en gran número a las huestes españolas en la guerra contra los alzados, sus enemigos; en la destrucción de Valdivia, en 1599, se nombra a varios indígenas que ocultan a españoles de la furia de aquellos, y en los barcos en que se refugian varios cientos de vecinos, se salvan junto a sus amos, al igual que en el fuerte de la Trinidad, en la misma ciudad, en 1603, al que se acogen caciques de cuya fidelidad se harán lenguas los sobrevivientes; Carubeli, entre otros, cortan cabezas a los alzados, entregándolas a las autoridades españolas.

Esta unión entre españoles e indios aliados frente a un enemigo común, explica no pocas modalidades del trato entre conquistadores y conquistados, y revela matices que para el observador común resultan incomprensibles. Es conocido el caso de Michimalonco que, de enemigo tenaz de Pedro de Valdivia, fue más tarde su aliado frente a los naturales del Sur, "cosa no poco notable", dice Mariño, "mayormente siéndolo con tanta fidelidad sin hallar jamás traición en alguno dellos"; estos indios amigos, según un testimonio de 1594, habían facilitado al ejército real sumas hasta por dos millones de pesos "que han dado y contribuido en empréstito para gastos de guerra y en caballos, vacas, carneros, bizcocho y otros géneros de bastimento"; el P. Juan de Barrenechea y Albis, comendador de la Merced, respondiendo a un cuestionario del gobernador Henríquez, afirma en 1676 que "los indios amigos no son ocupados en trabajos personales contra su voluntad ni en labor de minas [...]; el estado político de ambas repúblicas es justificado, pues no sabe se obre nada contra la justicia; si hay alguna queja de los indios, es el encomendero el que pone remedio".

Pero es entre españoles y enemigos, en la misma guerra, donde aún es posible percibir rasgos no menos sorprendentes. Mariño destaca precisamente cómo "hay soldados píos que disimulan con los indios, no solamente cogidos desta suerte, más aun en la mesma batalla dejan de hincar la lanza a los que tienen debajo;" el capitán Gómez de Almagro, uno de los "catorce de la fama", fue salvado por los indios; durante el sitio de Boroa en 1656 es un indígena con sus hijos el que surte de socorro a los españoles, y en el desastre de Curalaba, al ser rematado cierto capitán Escalante, "estándole alanceando le conoció un indio a quien había hecho bien, y reconociendo su bienhechor se puso a su lado y detuvo el ímpetu de los demás diciéndoles: este español es mío, no le hagan ningún mal". El Cautiverio Feliz, de Francisco de Pineda Bascuñán es en este aspecto una fuente insuperable de información.

Por otra parte, la guerra de Chile se constituyó en fuente inagotable de disputas teológicas en que la división de pareceres entre el mismo clero repercutió gravemente en la conciencia de los soldados, en relación al cumplimiento de sus deberes cristianos. Cuando al cabo de veinticuatro años de la entrada de Pedro de Valdivia la guerra, lejos de acabarse, consumía enteros los ejércitos españoles, necesitándose la recluta continua de levas en diversos puntos del virreinato y aun en la península, fuera de los problemas prácticos, económicos y sociales que afectaban a la hueste castellana, el hecho de "que los religiosos les dicen que se van al infierno", creábales la mayor desazón. En diciembre de 1569 el presidente Melchor Bravo de Saravia escribía al rey manifestándole estas dificultades, provenientes del hecho de que "los frailes, mayormente de la Orden de San Francisco, nos ayudan poco". En 1570 aún continuaban, "algunas opiniones de teólogos allá en Chile", a las que se atendió por parte de la autoridad virreinal consultando al metropolitano de Los Reyes.

Cuando después del alzamiento general de 1598-1604 es barrida la más rica región del reino, retrocediendo la colonia a los primeros tiempos de la conquista, junto con el descrédito de la guerra se abre la posibilidad de experimentar nuevas soluciones, por audaces que sean, para cortar de algún modo la pérdida del territorio subsistente.

Es la circunstancia que aprovecha el ya citado P. Luis de Valdivia, para proponer un plan general destinado a conjurar todos los males. Uníanse a las ideas propugnadas, especialmente por el P. Bartolomé de Las Casas respecto al acceso exclusivo de religiosos a las tierras de los indios, sin apoyo militar, y la concepción de la guerra defensiva, teorizada por los oidores de la real audiencia del Perú, cuyo principal portavoz llegaría a ser el oidor Juan de Villela. No es del caso tratar aquí el contenido detallado de estas medidas, ni las interminables polémicas que suscitaron, ampliamente conocidas; lo que nos interesa es destacar cómo la conducción de toda la política del reino, en todos sus aspectos, fue gestada y realizada a la luz de postulados cristianos, los cuales, lejos de ser sustentados por el clero contra los laicos, fueron apoyados o rechazados por el clero y los laicos por iguales partes. Si el P. Luis de Valdivia será el vocero del estado eclesiástico, Núñez de Pineda Bascuñán podría ser considerado como el más insigne portavoz de los mismos ideales entre los seglares.

Defendida por los jesuitas, si no exclusivamente por el P. Luis de Valdivia, frente al caudal de juicios negativos emitidos por nuestra historiografía liberal –cuyo culmen es Francisco Antonio Encina que califica al padre de loco–, es el momento de hacerle justicia, con el aporte de las visualizaciones de las últimas décadas, más realistas, entre las que resalta el exhaustivo estudio de José Manuel Díaz Blanco.

El P. Valdivia, no exento de limitaciones, claramente señaladas por este autor, destaca primeramente por su admirable defensa de los indígenas sometidos al abuso del servicio personal, ya denunciado antes por los obispos de La Imperial, desde el primero, Antonio de San Miguel; el mérito del P. Valdivia reside en su pasión por la justicia, la denuncia implacable de los abusos ante reyes y virreyes, en medio de una marea de contradictores, no solo por parte de los encomenderos, sino de respetables eclesiásticos.

Díaz Blanco divide este episodio en tres etapas: el primero, la implantación "problemática" de la guerra defensiva (1612-1617), el segundo los "años triunfales" tras su renovación (1617-1619) y tercero, su decadencia, tras la ida del P. Valdivia (1620-1626).

El planteamiento del padre partía del hecho de la comprobada inutilidad del método seguido hasta entonces en la Araucanía, sin fruto alguno y con pérdida de miles de almas y de una fortuna por parte de la real hacienda, sin lograr ningún fruto en el plano de la evangelización; el evidente fracaso de este método, no obstante la excelencia militar de los gobernadores y la aniquilación de los refuerzos enviados de España, a la par con el empobrecimiento de la zona de paz, hacían conveniente cambiar de método y ensayar otro que no le significara ningún gasto a la corona, permitiera la entrada de misioneros sin escoltas armadas, y conquistar a los indígenas por medios pacíficos, liberándolos del servicio personal. Con ardor y pasión, hizo viajes a Lima y a la corte, convenciendo a su causa a los virreyes condes de Monterrey y Montesclaros, y en Madrid a Felipe III, a su valido, el duque de Lerma, y a otras altas autoridades, incluido, desde luego, en Roma, al prepósito general de la Compañía de Jesús, P. Claudio Acquaviva; es admirable su tenacidad y paciencia para lograr ser oído y conquistar a sus ideales a tan altos personajes, presente en la multitud de dictámenes, cartas y declaraciones, agotadoramente repetitivas, dirigidas al logro de sus objetivos.

No obstante la diversidad de razones prácticas expuestas en esos escritos, según destaca Díaz Blanco, "para él Dios ocupaba el centro indiscutible de la vida y por eso decidió dedicar la suya a glorificarlo [...] a lo largo de toda su existencia, Valdivia nunca emprendió ninguna iniciativa detrás de lo que en realidad no estuviese la idea de servir a Dios, y su conversión en misionero significó el acto supremo y básico de su sacrificio por la causa de la religión". Esto es lo que no asumieron sus detractores, sobre todo nuestros historiadores clásicos.

Ampliamente tratados por el autor que venimos citando, no cabe aquí detenerse en los vaivenes de la imposición de la guerra defensiva, entre éxitos y fracasos –entre estos el martirio de los tres jesuitas en Elicura–, magnificados por sus detractores, hasta el logro definitivo de su eliminación de la escena, ya en el reinado de Felipe IV y con virreyes diferentes respecto a sus originales protectores; se volvió de nuevo, sin éxito a la guerra ofensiva, con su caudal de muertes y despilfarro de la real hacienda. Con todo, no obstante la suma de críticas, Gonzalo Vial ha señalado el hecho sorprendente de que el período en que se disfrutó de mayor paz en la guerra de Arauco ocurrió mientras duró la guerra defensiva.

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