"En Arica llevamos una vida sobria. En Santiago está el deber de hacer ciertas cosas".

Magdalena Pereira está absorta en el pórtico de la iglesia de Livilcar. En esa entrada de piedra del siglo XVIII. Es 23 de agosto y comienza la fiesta de San Bartolomé, patrono de este pueblo aymara en las montañas de Arica. Empieza a tocar la banda, los feligreses cargan en los hombros la imagen del santo vestido de terciopelo rojo, las mujeres reparten dulces. Pero ella sólo mira, concentrada, las formas sinuosas de esa piedra clara.

Fue justamente en Livilcar —donde ya no vive nadie, pero que en agosto reúne a 100 personas que vienen de fiesta— donde todo esto comenzó. Hace 21 años. Cuando era una estudiante de Historia en la UC y quedó impactada con este pedazo del norte policromático y antiguo. Llegar esa vez hasta aquí no fue una idea suya. Todo salió de la cabeza del sacerdote Amador Soto.

El enamoramiento

Magdalena recuerda: "Fue en el invierno de 1996. Mi pololo (Cristián Heinsen, hoy su marido) había conocido años antes al padre Amador, mochileando por el altiplano. Nos invitó a Arica. Vinimos con 15 amigos. El padre Amador nos hizo poner las mochilas en mulas y caminar ocho horas. Llegamos de noche a Livilcar. Dormimos al aire libre. Al amanecer aparecieron esos cerros verdes, ocres, un paisaje sobrecogedor. Vimos la iglesia aymara de 1728. Raspábamos la cal y aparecían pinturas: pajaritos, frutas, flores. Fue heavy ver tanta riqueza desprotegida. Para mí fue un vuelco. Nosotros éramos privilegiados, fuimos a buenos colegios, buenas universidades, y en el norte podíamos hacer un aporte real".

Nunca más dejó de ir. Su tesis en la UC la hizo sobre iglesias aymaras, y en el 2000 se ganó un proyecto en la Fundación Andes para hacer un catastro de sus reliquias. Se trajo su propia camioneta para recorrer los pueblos. El padre Amador fue su copiloto y le abría las puertas en las comunidades indígenas.

Amador Soto Miranda conoce bien ese territorio. Es un cura diocesano, oriundo de Doñihue, que se vino hace 28 años a Arica para ser misionero. Ha recorrido la región a pie, a dedo, a caballo, en camioneta. Hoy es el párroco de Codpa y de Belén, dos pueblitos aymaras, pero visita todas las otras iglesias del valle, la precordillera y el altiplano.

"Él nos compartió su enamoramiento con la religiosidad andina, que es con sentimiento, con música de bronces, con fiesta tras la misa", dice Magdalena. Y eso se le metió en la piel. Por eso, aunque en 2002 hizo una pasantía en la National Gallery of Art de Washington, ella volvió al mundo que le reveló Livilcar.

En 2003, recién casados, Magdalena Pereira y Cristián Heinsen se instalaron en Arica. Sus familias no podían entenderlo. Pero nada los detuvo. Un año antes habían partido con la Fundación Altiplano, que crearon con la ayuda de amigos y bajo la mirada atenta del padre Amador, para restaurar iglesias aymaras. Ya en el norte, comenzaron enseguida la restauración de la iglesia de Poconchile. Financiaron el trabajo con la plata de su lista de novios.

Hoy han restaurado 14 iglesias. Y tienen 4 hijos, todos con nombre de los santos o vírgenes patronos de estos templos aymaras. El bautizo del primogénito se hizo en la iglesia de Codpa, con una banda de bronces de fondo. Ella lloró de emoción.

Vida sobria

La semana pasada, Magdalena Pereira estuvo dos días en Santiago. Vino a la reunión mensual del Consejo de la Cultura y las Artes, donde es parte del directorio. Sentada en un café al lado del Hotel W, bebe un espresso y agua mineral.

Este barrio en Las Condes podría ser habitual para ella. Su madre vive a pocas cuadras. Pero no. Magdalena, ex alumna del Colegio Apoquindo, posgraduada en Historia del Arte, candidata a doctora en la Universidad de Sevilla, bisnieta del ex Presidente González Videla, ya se siente provinciana.

—Dices que tu abuela fue tu inspiración para decisiones osadas.

—Sylvia González era una mujer adelantada, libre. Eso me hizo crecer. Ella contaba historias. Como cuando mi bisabuelo fue a asumir la embajada en Francia, y en el barco les tocó el inicio de la Segunda Guerra Mundial. Luego estuvo en Brasil. Tenía 21 años cuando conoció a mi abuelo, de 39, diputado, en un viaje a la Antártica. Más tarde se metió en parasicología. Me marcó eso de descubrir cosas.

—¿Qué te da el norte y no Santiago?

—La posibilidad de aprender constantemente, tener cerca la gente andina. En Arica llevamos una vida sobria. En Santiago no se puede. Está el deber de hacer ciertas cosas, elegir ciertos colegios, estar en ciertas reuniones. Haberse librado de eso es fantástico.

—¿Y en lo profesional?

—Me ha fascinado estar cerca de Perú y de Bolivia. Son de una fineza cultural, con un lenguaje sofisticado, con un patrimonio enorme; nos llevan la delantera.

Pese a su peso en la Fundación, donde hoy trabajan 25 profesionales y varios maestros, Amador Soto no ocupa ningún cargo. Se le considera una inspiración, un mentor. "A estas alturas, un amigo al que respeto y admiro", dice Magdalena, vicepresidenta de la Fundación y encargada de los talleres de Historia del Arte. Heinsen, su marido, es el director ejecutivo.

Un vals

La procesión de San Bartolomé avanza por las calles. El sol pega duro. La banda toca sus instrumentos. El padre Amador, de alba sotana y casulla bermellón, dirige los rezos. Los feligreses caminan detrás. Entre ellos, Cristián Heinsen, su mujer y sus hijos. El menor, que recién camina, va en brazos de su madre.

De fondo, los cerros verdes y ocres que hace 21 años cautivaron a Magdalena.

Cuando ya se ha dejado al santo de vuelta en la iglesia, parte la fiesta en la casa más grande del pueblo. Se sirve cazuela. Se cuentan chistes. Se escucha música. De repente, la banda toca un vals. Y un locutor va nombrando a las parejas que salen a bailar. Los últimos en salir son Cristián Heinsen y Magdalena Pereira.

Amador Soto los aplaude desde una mesa a la orilla de la pista de baile.

$200 millones en dos meses

En campaña

La última iglesia aymara que la Fundación Altiplano restauró fue la de Pachama. Sobre planes futuros, hay incertidumbre. La falta de nuevos fondos ha aumentado un déficit que los tiene complicados. Por eso están en una campaña de donaciones. "Queremos juntar $200 millones en dos meses", dice la historiadora.

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