Puede ver buen fútbol todo el día. El de la selección chilena, de la mexicana, la Champions, y también pichanguear con los amigos. Pero nunca jugó a la pelota con su padre, el ex seleccionado chileno y ex entrenador de la UC Ignacio Prieto Urrejola. De chico lo hacía con sus primos y tíos, mientras el "Chuleta" miraba desde la orilla de la cancha. Gran valor en el fútbol chileno, uruguayo y francés, el entonces futbolista profesional no podía correr el riesgo de una lesión jugando con su hijo.

Ignacio Prieto Palacios también pudo seguir esa carrera. Su primer entrenador en las ligas inferiores de la Universidad Católica fue su mismísimo papá. Pero a los 14 decidió que no se quería dedicar al fútbol. "En esa época portar su nombre era muy fuerte. Siempre fui el hijo de Ignacio Prieto, nunca fui Ignacio Prieto solo. No me molestaba, pero a veces las cosas hay que cambiarlas".

"Tuve hartas ventajas. En Francia era hijo del capitán del Lille, y por eso el consentido de los profesores. En Uruguay también lo pasamos bien. Pero cuando llegamos a Chile —yo tenía once años— comenzó el bullying. Si mi papá perdía un partido, me molestaban todo el día en el colegio: ‘tu papá es malo, es un tal por cual'. Y en el estadio veía a amigos míos, amigos de mis padres incluso, gritándole en la cara ‘hijo de puta'. Y sólo había perdido un partido de fútbol. De chico esa intensidad me impresionó", recuerda.

—¿Cómo aguantabas todo eso?

—Me lo mamaba nomás. Al final me daba lo mismo. Hizo mi personalidad más fuerte. Me ayudó a querer tener mi propio nombre y forma de ser. Y así es, porque somos muy distintos. Mi papá es muy contenido y tranquilo; yo soy más extravertido. El era cara de palo. Si perdía un partido, no podía haber nadie en la casa: si yo estaba con amigos, se tenían que ir. Si ganaba, ¡era una fiesta! A nadie le gusta perder; a mí tampoco. Fue una de las razones por las cuales no seguí con el fútbol: nunca iba a ser tan bueno como para poder vivir de eso. Mi papá sí pudo. Mi educación, los viajes, la libertad que tuve para elegir mi propio camino, todo se lo debo a mi padre y al fútbol.

Dice que en la Alianza Francesa de Vitacura —colegio donde aterrizó— jamás pudo desarrollar su parte artística, que no sabía que tenía. "Nunca supe que tenía este don para ver un lugar, saber iluminarlo, poner una cámara, crear movimientos, crear un lenguaje cinematográfico", dice. Sí devoraba películas. "Era fanático del cine de terror, de Francis Ford Coppola, Andrei Tarkovsky, Krzysztof Kieslowski, directores que nadie de mi edad veía. Era un pájaro raro. Mientras mis amigos pololeaban, yo iba al Trolley, al Garaje Matucana a escuchar a Los Electrodomésticos".

Después de estudiar un par de años Historia en la Universidad Católica y otro tanto de Periodismo en la Universidad Gabriela Mistral, llegó al Instituto Arcos, y comenzó, literalmente, a ver la luz. En ese tiempo tocó la puerta de la productora Filmocentro, del fallecido director de cine Ricardo Larraín.

Larraín, mi mentor

"Ricardo es mi gran maestro, mi mentor. Para mí fue un dolor terrible cuando murió. Empecé sirviendo café, sin saber nada. Y fui creciendo con él hasta convertirme en productor. Me ofreció venir a trabajar a ‘La Frontera', pero gratis. Y yo, que había probado las mieles del dinero, le dije: ‘Gratis, a ninguna parte'. Es de las cosas que me arrepiento".

En 1991 partió a Ciudad de México a ver a su padre, quien era entrenador del Cruz Azul. De ahí a entrar a la escuela de cine de la UNAM y comenzar a desarrollar su carrera en ese país fue como por un tubo. De cientos de postulantes, fue el único extranjero que ingresó ese año, a la misma escuela de Emmanuel Lubezki, el "Chivo", el único director de fotografía que tiene tres premios Óscar y que trabaja con Alfonso Cuarón y González Iñárritu. "Quedé yo, que nunca había quedado en nada", dice, sin remilgos. Pero añade: "Me seleccionaron porque me fascina lo que hago; tengo dedos para el piano".

—¿Y por qué director de fotografía?

—Siempre digo que soy director de fotografía porque los actores contestan, y las luces no.

Su madre, María Teresa Palacios, lloraba porque el niño se le iba lejos. Sus amigos de Santiago apostaron cuánto tiempo duraba afuera. El más jugado lo hizo por seis meses: lleva 25 años.

En Ciudad de México se casó —hoy está separado— y tuvo dos hijos. Valentina (18), becada por la UNAM durante sus últimos dos años de colegio para ingresar a estudiar a esa universidad (quiere ser neurocirujana). "Yo era de los peores alumnos de mi generación, y mi hija es la mejor". Lucas, en tanto, falleció a los dos años, de un fulminante tumor cerebral. Hoy tendría 13. "No le deseo a nadie una experiencia de esta naturaleza, ni a mi peor enemigo, pero es una enseñanza de vida total. Antes, cada vez que entraba al set sentía que me jugaba la vida. Hoy voy a un set a disfrutar y a hacer lo que mejor sé hacer. Si sale todo bien, qué bueno; si no, la vida continúa", dice, emocionado.

Se ha dedicado sobre todo a la publicidad, con más de tres mil comerciales en el cuerpo. Ha hecho videos de música y trece películas (en "Johnny Cien Pesos", de Gustavo Graef Marino, ofició de productor). Con "Marcelino Pan y Vino" ganó la Diosa de Plata, premio de la prensa especializada, a la Mejor Fotografía.

—Una vida completamente diferente a la de tu padre. ¿Qué te enseñó él?

—Lo que más me marcó de él es querer siempre ser el mejor. Y querer ser Ignacio Prieto. En México soy Nacho, el fotógrafo, y no Nachito, el hijo de. He logrado lo que quería. Pero quiero más. No he llegado al tope. Quiero hacer la película que siempre he querido hacer, aunque todavía no sé cuál es. Qué se yo: hacer un capítulo de "Game of Thrones" o trabajar con Tarantino. Por qué no.

Por lo pronto, está a punto de comenzar a filmar una importante serie para Latinoamérica que será grabada durante cinco meses en Colombia. También está negociando otro proyecto para Televisa. Ya se verá. "Mi sueño, la verdad, es hacer puras películas".

LEER MÁS