Fue terrible separarme de la peluquería Topsy, pero en dieciséis años nunca cambiaron el lavapelos".

"Después de la escuela, iba a la chacra de mi papá a jugar con el pelo de los choclos y cortarles las puntas secas. Hasta que me gané un tirón de orejas. Yo no sabía que al abrir sus hojas se llenaban de gusanos", recuerda Nelson Saavedra, el peluquero por cuyas manos pasan Mary Rose McGill y Raquel Argandoña, pero que en ese entonces vivía en Rinconada de los Andes, iba a la Escuela No 13 y el trabajar después de clases era parte de los deberes de los siete hermanos Saavedra Lépez, a los que luego se sumaron otros cuatro por parte de madre (Olga Lépez).

"De mi papá —Luis Saavedra— yo aprendí el orden, la constancia y la dedicación. Siempre dejaba todo limpio y jamás una herramienta sucia". Esa misma pulcritud que se ve en su peluquería en Luis Pasteur, de paredes blancas, grandes espejos, piso barrido y jardín cuidado.

"Trabajé en el consultorio de Rinconada de los Andes cuando salí de la escuela en los 80. Postulé a través de los programas de empleo del gobierno y entré como junior, pero como había escasez de profesionales, comencé a ayudar a la dentista, atendí la farmacia, me enseñaron a poner inyecciones, cuidé a dos enfermos de cáncer. Aprendí a servir, algo que se ha perdido y que para mí es clave", relata.

No fue su único trabajo; atendió y fue cajero en un restaurante en Los Andes, donde juntó dinero. "Decidí que quería estudiar peluquería. Arrendé una habitación en Portugal con Avenida Matta, cerca de la Academia Juliette, donde estuve un año. Ahí una secretaria, la Nenita, siempre me repetía: ‘A usted le va a ir bien. Llega puntual, trabaja duro y es educado'. A los dos meses de clases, comencé a cortar el pelo en Rinconada. Iba los fines de semana a la casa de mi mamá y debajo de una ampolleta, frente a un espejo, sentaba a mis clientes. No pararon de llegar nunca más. Yo siempre bromeo de que parecía la casa de la Yamilett —niña a la que se le atribuían milagros a fines de los 70— porque venía gente de todas partes".

"No fue fácil esa época. Pensé incluso en no graduarme porque no tenía cómo pagar el vestido y los accesorios de la modelo a la que tenía que cortar el pelo y peinar. La directora, Julia Gachón, me forzó a terminar y mis compañeros financiaron el vestido y los accesorios. Me ayudaron cuando todo se me hacía cuesta arriba".

Con la tierra en el estómago

"En esa época todos los peluqueros trabajaban en el centro. Yo entré a una galería cerca de la Plaza de Armas. De esas que hay que colocarse en la puerta para arrear a los clientes. Estuve dos o tres meses, pero quería más. Me dieron un cupo como asistente de peluquero en Providencia, pero me retiré el día en que nos cortaron la luz", cuenta.

"El Topsy fue donde eché raíces", una peluquería que se hallaba frente al Almac de Vitacura. "Me sentí acogido por las dueñas, Eliana Solís de Ovando y Raquel Merino, y me quedé dieciséis años. En 1989, fui a estudiar a Alemania, pensaba quedarme allá, pero mi mamá me hizo volver con sus cartas. A veces me arrepiento, otras no. Estuve tres meses en el extranjero, estudié algo de alemán y técnicas de peluquería. Desde entonces viajo todos los años para aprender las nuevas tendencias. Para mí, Lluis Llongueras —peluquero de Barcelona— es el mejor porque es el más transgresor en cuanto a creatividad y estilos".

—¿Qué implicó independizarte?

—Fue terrible separarme del Topsy, pero en dieciséis años nunca cambiaron el lavapelos y yo que siempre estoy pendiente de los utensilios, de la higiene.

—¿Te fuiste por el lavapelos o porque no te hicieron socio?

—Me fui por el lavapelos. No estaba en mis libros que me hicieran socio. Cuando Eduardo Márquez me ofreció un espacio en su peluquería, le pedí la opinión a Mary Rose McGill porque yo no sabía si independizarme de inmediato o irme con más cuidado. Ella me aconsejó que probara donde Eduardo y si me iba bien, me embarcara con una peluquería. Evita Gálvez, que fue por muchos años mi asistente, me acompañó. Cumplidos los dos años que me di de plazo, arrendé esta casa gracias al aval de Mary Rose. Durante los primeros tres años trabajamos con Joaquín Aguilar, que ha sido mi gran amigo, de corrido; martes a sábado se atendía a nuestros clientes, y los domingos y lunes los dedicábamos a los arreglos. En esa época, yo no caminaba sobre la tierra, lo que sentía era que la tierra estaba dentro de mi estómago, así de grande era mi agobio. Quizás por ego, siempre pensé que cuando consiguiera estar donde estoy iba a ser reconocido donde yo fuera, pero nunca más salí ni me mostré —se ríe—. Ha sido una responsabilidad diaria y me dedico cien por ciento a ella.

—¿Quiénes son tus clientes?

—No puedo hablar de ellos. No estaría bien que lo hiciera.

No importa quién sea, cualquiera que ingresa a esta peluquería es saludado por Nelson desde el fondo de la sala, donde se haya su centro de operaciones. La gran mayoría se acerca a él, le cuenta a qué viene y espera su turno.

"¿Cuánto le dedico a una novia? Depende de la novia, del peinado, le doy el tiempo que necesita para decir ‘sí, acepto'. Un corte de pelo me toma una hora". Piensa por un momento y agrega: "La peluquería no tiene grandes secretos. Lo que uno tiene que cuidar es ser siempre un buen servidor, y eso incluye que el equipo sepa navegar en este barco. La palabra servir me encanta".

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