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A las nueve de la noche de este martes, durante la jornada del impacto electoral, Carol Z. Perez, la nueva embajadora de Estados Unidos, sube al escenario que se habilitó en la entidad y bendice la democracia. "Esto es una fiesta", asegura con un español martillado y una sonrisa naturalmente diplomática.

—¡Disfrutemos! —clama a la multitud, y de inmediato se aprieta el corazón y modula con los labios el himno de su país—. Está de pie, con la musculatura en firmes condiciones por su apego a la vida saludable, y nueve cámaras le enfocan la afinación. Esta noche, Estados Unidos se encuentra en mitad de una sorpresa ideológica y, al mismo tiempo, Carol Zelis Perez, una nativa de Ohio dotada de relajo interior, casada con Al Perez y madre de tres estadounidenses, una mujer pálida por genética, pero de carácter colorido, se estrena en sociedad. Se halla aquí, en los patios de la embajada, en lo que ya será un nuevo trozo de Trump, y mil personas la miran con el estómago lleno. Sucede que la fiesta de las elecciones ofrece comida a los invitados y el evento deriva en una democracia llena de hamburguesas.

—No la conozco mucho. Pero ojalá nos ayude con el TPP (Acuerdo Transpacífico de Colaboración Económica) —susurra el diputado Rojo Edwards, olfateando una alianza.

—Parece una buena persona y no tiene relevancia que sea mujer… —informa el presidenciable Fernando Atria, olfateando consternado el tocino.

—¡Hay vino gratis, jajaja! —chilla de pronto un chileno con corbata.

La atmósfera es la de un happy hour politizado. Gringos y chilenos unidos por las grasas saturadas y un proceso electoral. Los asistentes, en su mayoría, son demócratas con fe, progresistas delgados, liberales con estudios y un bronceado de media estación. Hay aquí un fragmento del Estados Unidos instruido. Por algo, pues, en las elecciones simbólicas que se llevan a cabo en el evento, Clinton obtuvo 500 votos y Trump 63. Hasta las 21:30 horas no se notaba la presencia de ningún demócrata nervioso. Fue al rato que las muecas cambian.

—¿Qué pasa, Frank? —preguntamos a un estadounidense.

—Trump… —murmura. Y apunta las cifras de la pantalla. A las 21:44 horas, el mundo que Frank imaginó empieza a sufrir un vuelco.

Go, Carol, go

Y entre medio de todas las servilletas, transita la nueva representante de Estados Unidos, Carol Z., la diplomática de carrera desde 1987, ex cónsul en Barcelona y Milán. Viste de negro y en la muñeca izquierda se enrolló tres pulseras audaces.

—¿Por qué usa esas pulseras? —le preguntamos al pasar.

—Oh, bien, bueno… para tener suerte —y se sumerge en otra masa de saludos. Abraza a Edgardo Riveros, el subsecretario de Relaciones Exteriores. Ríen. ¿De qué reían, subsecretario?, indagamos. "¡No me acuerdo!", responde con vitalidad. ¿Le parece un buen elemento la embajadora? "De todas maneras. Somos países amigos", acota. "Ella es very natural", dice Chip, un hombre robusto, rapado al cero. (El reportero supone que es un marine vestido de civil. De hecho, imagino que parte fundamental de los invitados son marines que simulan entusiasmo).

Muchos acuerdan que la embajadora es cordial y espontánea. Una mujer criada en la naturalidad del Medio Oeste. Pero, a las 22 horas, creemos notarle un sutil rictus de contrariedad: si bien la embajadora no expresa su preferencia electoral, suspende las risotadas al mirar un cómputo. Trump vence en Indiana. En Ohio. En Texas. Trump es una realidad. Trump y el muro, presagian algunos. Trump y los inmigrantes. Trump gana por todos lados, el mapa es rojo, alguien gime. Un progresista no se contiene: "Saludemos a Donald Trump, el nuevo y flamante Prepotente de Estados Unidos". Y David Magan, oriundo de Minneapolis, emite una paradoja:

—Hace cien años, en 1916, hubo elección en mi país. Y el slogan de los republicanos era: "¿De qué sirve la democracia a la hora de hacer negocios?".

—¿Y hoy…?

—Todo cambia. Y hoy, un extraño hombre de negocios conduce nuestra democracia.

—Yo me llamo Felipe y estoy casado con mi amigo Ian. Tengo miedo —lanza un señor.

—Esto no puede ser —confiesa Luis Larraín, líder de Iguales.

—Habrá más trabajo —opina un republicano que evita más contactos.

Mientras, Carol Z. Perez, en su estreno, un momento crucial para la cordialidad, se ve forzada a seguir contenta. Abraza a Rubén Beltrán, embajador de México. Ambos, luego se ponen serios y, como los futbolistas televisados, se tapan las bocas para comentar un imprevisto. Ya la fiesta declina. La comida se acabó y un excéntrico ha llegado al poder.

—Mi estreno en sociedad estuvo muy bien. La idea era hacer algo más informal —insiste la embajadora.

—¿Es usted relajada? —preguntamos.

—Sí, bueno, con mi equipo queremos eso.

—¿Se siente cómoda?

—Oh, sí. En Ohio no hay cerros. Aquí hay muchos, y eso me encanta.

—¿Le trajeron suerte sus pulseras?

—Eso espero. Thankyou —y se retira para repartir más risas. Mira de reojo los resultados y se retira a la una de la mañana sin dejar rastros. La embajadora y el Presidente debutaron al mismo tiempo. Y, sea como sea, Carol Z. Perez ya lo tiene claro: su nuevo jefe se llama Donald Trump.

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