Aunque no llueva y haya sequía, Mincha es un don del río Choapa.

Dosificada en pozos o a raudales azules, cuando el río la trae, el agua, desde la prehistoria, ha permitido una apacible humanidad que nunca trasciende la medida de lo que la naturaleza regala. Es posible que Mincha sea la misma Mincha que, hace 8.000 años, acunada entre la aridez y la fertilidad, provoca un bello ensimismamiento que enseña la sobria medida de lo humano.

El consejo es que los alrededor de 12 kilómetros que hay entre Huentelauquén y Mincha se hagan caminando. La limpidez de la atmósfera, los trinos amplificados y la amabilidad de las colinas primaverales acogen este esfuerzo y lo premian, provocando una alegría muscular tan notable que el viajero no duda de que la dicha es algo tan natural, y a veces esquiva, como puede serlo el agua del río Choapa. Dos especies de calceolaria, de amarillos diferentes, tintan luz sobre los pastizales verdes, al tiempo que otros colores, cenizos, barrosos, cuculíes y apeucados... pintan los cuerpos de burros y vacas criollas que pastan a la orilla del estero de La Canela, último afluente del río.

Es muy elocuente este sendero que lleva a Mincha. A la izquierda se ve la mole del cerro Chipana y traspasado el puente de Huichigallego, la quebrada del Trigo anuncia que se viene la garganta del valle. Son impresionantes los "cercos vivos" que delimitan las propiedades, pues están hechos de interminables corridas de cactus, algunos ya floridos.

Una vetusta higuera preside unos corralitos y casas derruidas de piedra. Un pastor que arredila cabras cuenta la sorprendente historia de "la Pulga", una ya legendaria mujer que vivió aquí y que casada varias veces, siempre tenía dos maridos al mismo tiempo, y en el mismo ranchito.

De pronto, el sendero se transforma en pueblo. Este crece a lo largo de unas tres o cuatro cuadras lineales, enfrentadas sus casas, en construcción pareada y sólo una calle transversal que baja al río.

Norte y sur

Emplazada en la primera grada del faldeo del cerro, Mincha mira hacia el Choapa y sus terrenos de cultivo. Esta altura permite descubrir que al otro lado del río, remontándolo, aparece otro punto poblado. Es Mincha Sur. En este, el poblamiento es escalonado, a orillas de quebradas, densificado en un solo punto. Al contrario que en Mincha Norte, que es nacido del espacio urbano que construye la calle, en éste, el orden espacial está dado por la relación valle-río-viento, cosa que habla de un poblado preoccidental; quizá un asentamiento mucho más antiguo que Mincha Norte.

No sólo la contigüidad de lo edificado unifica al caserío. Sobre todo, lo hacen sus colores y sus sonidos. Los tonos pastel predominan, y el paso del tiempo hizo que su potencia se fuera degradando. Así, los rosados, azules y verdes, de fulgor ya vencido, semejan una imagen impresionista, que desde la altura evoca una vieja y bucólica pintura. En cambio, sus jardines y huertas traseras son como una explosión de colores vivos y animados. Todo se puede ver desde la ladera norte del pueblo, máxima gradería de un espectáculo silencioso aunque de resonancia tan bullente, como los balidos de una majadita de caprinos que arrean hacia un redil.

La iglesia

La iglesia (Monumento Nacional desde 1980) se emplaza sobre una grada excavada en la misma "media falda" de la colina en la que está la calle. Su gran pregnancia visual y la rectoría jerárquica de su volumen sobre el valle hablan de la importancia regional que tuvo.

Fechada entre 1760 y 1789, fue parroquia desde 1840, la de Nuestra Señora de la Candelaria. Si ahora se ve al poblado en quietud y, a ratos vacío, antes estuvo muy atento al bullente camino tropero que entre Illapel y La Canela (de 67 kilómetros) pasaba por Cuz Cuz, Doña Ana, Tunga, Atelcura, Agua Fría... Eran tiempos de la minería del oro, de arrieros, de pastores, labradores de alfalfales que, día a día, traficaban por esta calle colorida.

Cazuela de ave

Detrás de las casas, en el borde río, están los terrenos planos y vegas fértiles, con pequeños sembradíos que se distinguen unos de otros sólo por la versatilidad de los verdes. Al fin, son coloridos minifundios en donde se practica una discreta agricultura. El resto de las tierras, sobre lomas y quebradas de secano, son propiedad comunitaria. Hace unos años esta comunidad, de unas 650 hectáreas, era compartida por unos 70 comuneros, herederos de tierras ancestrales, originadas en una Merced Real otorgada a Juan de Ahumada, a comienzos del siglo XVII.

Si se encarga en alguna de sus casas, un pequeño viaje puede coronarse con una cazuela de ave. De postre, habrá unos pequeños huesillos dulces, secados por el sol de Mincha. Un paseo a lo largo del poblado muestra el detalle de un hacer colectivo, muy antiguo, con mucha manualidad: detalles carpinteros, bellas cortinas, crochet, deshilados en tela de osnaburgo. Lo único que en Mincha habla de un tiempo común a todos, venido desde más allá de sus montañas y su río, es la aparición de banderas chilenas que por estos días de septiembre nacionalizan esta zona.

Un despertador del alma es Mincha. La historia local cuenta que la benefactora de la iglesia, doña Mercedes de Ahumada, falleció en 1870. Que su cuerpo fue embalsamado y sepultado bajo el altar, en un ataúd de canelo, y que eso da un resplandor eterno al lugar. Puede ser; además, así se comprende el aura tan femenina de Mincha. Esa cosa suave, de mesura tan humana y de piedad cívica, que se siente nítida al caminar por su única y perfumada calle.

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