El testimonio de Erika Olivera catalizó la aparición de otros. Si ella habla y le creen, puede que a mí también me crean, piensan los abusados".

"Hipster, ¿yo? No, para nada. Mi look y mi impronta son jesuitas: la barba corta, mi gusto por el mate son costumbres que adquirí de ellos, y que hoy puede que parezcan hipster, pero son jesuitas. Ellos me marcaron", afirma el Doctor en Filosofía de la Universidad de París y "aspirante a filósofo", como se define en Twitter, José Andrés Murillo (41).

El director de la Fundación para la Confianza, el menos mediático de los denunciantes de Fernando Karadima, ha convertido en positiva su condición de víctima de abuso, dedicándose profesionalmente al tema. La prueba tangible son dos libros. "Azul", recién publicado e ilustrado por Marcela Paz Peña, a partir de un relato suyo, es la historia de un niño al que alguien bota de la bicicleta, donde metafóricamente aborda el peor padecimiento de los abusados: que no se les crea ni se les escuche. Y "Confianza lúcida", un ensayo en el que desarrolla este concepto, que lo lleva a responder así cuando le preguntamos si existe una crisis de confianza.

—No hay tal crisis. Probablemente, nunca antes estuvo tan sana la confianza en Chile. Antes confiábamos de manera ciega; ahora nos hemos vuelto mucho más conscientes y exigentes. Antes vivíamos anestesiados frente a situaciones que hoy resultan inaceptables, desde el tema de las bajas pensiones hasta las boletas truchas. Antes era común que alguien le pidiera a otro una boleta por un servicio no prestado, hoy nadie se atreve. O que en el supermercado te preguntaran: "¿Factura o boleta?".

—¿Este despertar de la anestesia también aplica al abuso sexual?

—Claro. Antes era común que en una familia se refirieran "al tío cariñoso", negando o minimizando la conducta del abusador. Si alguien decía que era un pedófilo, la denuncia era lo disonante, no el abuso. Lo mismo sucedía en la Iglesia. Hoy, en todo orden, de una confianza ciega, que es una suerte de estado infantil, pasamos a una etapa de desconfianza generalizada frente a los poderes, que es adolescente. Debemos recuperar el equilibrio y alcanzar la confianza lúcida.

—La desconfianza generalizada se traduce en mucha rabia…

—Así es. Puede haber respuestas muy violentas si los abusos no se resuelven de manera constructiva, nutritiva. La rabia frente a los abusos debe transformarse en indignación, que es una palabra muy bonita, porque tiene que ver con la dignidad. La rabia es limitada, la indignación impulsa a recuperar la dignidad atropellada. Me parece buenísimo lo que está pasando, pero la clase dirigente tiene que estar a la altura y trabajar por restituir lo que ha sido vulnerado en todos los planos.

El efecto Erika Olivera

Su abuelo paterno fue psiquiatra del Presidente Jorge Alessandri, por lo que su padre pasó varios veranos de su infancia en Cerro Castillo. Su abuelo materno, agricultor, era un hombre conservador al que le preocupaba su nieto José Andrés. "Fui muy desordenado hasta segundo medio, pero siempre tuve una necesidad muy grande de sentido. Era cuestionador, pero sin ninguna noción política. A los 15 empecé a ayudar en el Hogar de Cristo y a escribir cuentos sobre infancia y desigualdad. A mi abuelo, esos relatos le parecían ‘graves'. Yo no entendía ‘la explicación ambiente' que oía en mi colegio, el Verbo Divino, y en mi círculo sobre la pobreza: ‘Los pobres son pobres porque son flojos".

Los Urrutia son dueños de tierras en Chillán. "Yo conversaba mucho con el tío Rafa Urrutia. Un tipo de derecha, duro, reflexivo e inteligente, pero marcado por la Reforma Agraria. Para mucha gente de derecha, hablar de justicia social es hablar de que les quitaron el campo".

Escuchar a un misionero y descubrir al Padre Alberto Hurtado lo acercaron a la parroquia Los Castaños de Vitacura. "Yo quería una vida heroica y conocí a un cura discípulo de Karadima, a Cristóbal Lira, que es un imbécil. Lo odio", afirma, sin medir su indignación. "El me dijo que el párroco de El Bosque era el verdadero discípulo del Padre Hurtado. ¡Mentira!".

Fue durante dos años a El Bosque. Lo dejó cuando sintió que había algo oscuro en "esas cosas pseudoespirituales de cariz erótico que acostumbraba a hacer Karadima". No hizo amigos. "Eran demasiado cuicos y momios para mí. Sí, yo también era cuico y momio, pero había tenido una educación más libre".

Se fue al noviciado de los jesuitas. "Estuve un par de años, pero me faltaba lo espiritual, que permite hacer renuncias".

Su desconfianza en la jerarquía de la Iglesia es evidente. "En ella, los que avanzan son los ambiciosos, los que tienen ansias de poder, no los buenos".

Murillo está casado con la arquitecta Antonia Pellegrini y tienen dos hijos —Juana, 5, y Samuel, 2—; cursa un MBA en la Adolfo Ibáñez; practica boxeo, aunque asegura que es más bien malo.

En el cuarto piso de un edificio viejo que sobrevive entre las torres de Apoquindo, él y su equipo certifican protocolos, prácticas y espacios de colegios e instituciones para prevenir el acoso, aportan al debate legislativo relacionado con el tema y apoyan a víctimas de abuso. Reciben unos 300 casos por año. De niños, jóvenes y adultos, como el de Erika Olivera.

Después de leer su confesión en el diario, la llamó: "Me impresionaron su valentía y su necesidad de contar. No te imaginas cómo su testimonio catalizó la aparición de otros. ‘Si ella habla y le creen, puede que a mí también me crean', piensan los abusados. Por eso tiene relevancia ‘Azul', porque cuando alguien abusa de otro y los demás nos hacemos los locos, el abusado siente que no tiene voz. Nosotros queremos ser esa voz", dice, tapándose la cara con el libro. Hagan el ejercicio.

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