Tres cosas hacen la huella digital de San Felipe. Lo primero es el mercado con su oferta de enigmáticas paltitas moradas, azulinas, negras, originadas en antiguas variedades peruanas o mexicanas. Lo segundo es su rodoviario con buses que anuncian recorridos por un centenar de villorrios del Alto Aconcagua, de feracidad y arquitectura tan fidedignas. Por último, sus pilares de esquina, reminiscencia arquitectónica expresada en una severa columna de piedra o madera puesta justo en un ángulo de la fachada de la casa.

Gran huerto

San Felipe es el corazón urbano de un gran huerto. Si alguna vez sus tierras fueron fértiles en cáñamo y tabaco, hoy lo son en duraznos, almendros, nogales, uvas y olivos. Todo gira en torno de la agricultura y por estos días se terminan las podas y la cosecha de aceitunas, mientras los almendros despuntan sus primeras flores.

Entonces, en este pequeño letargo antes de la primavera, el viajero se pregunta por qué hay tanto ajetreo si aún no empieza la temporada frutal. La respuesta es que San Felipe también es una ciudad de servicios. Ese fue el destino que en 1740 le soñó Manso de Velasco, el Gobernador del Reyno: una ciudad de agricultores que concentrara toda la población dispersa por el valle, asistiéndola e induciéndola a una vida reglada en sociedad. Se logró, y tanto, que San Felipe no traspasó los límites físicos de la ciudad fundacional y, hoy, cada uno de sus habitantes está preparando las labores agrícolas que se avecinan.

El campo sanfelipeño está profusamente cruzado de caminos que unen toda esta diáspora frutal. Caminar por La Placilla es hacerlo entre acequias y murmullos de aguas. Viajar hacia Lo Calvo y Tocornal es un gozo para la sensibilidad de las piernas cuando se dan cuenta que el camino es un primer peldaño a la vecina cordillera. Allí comienza una sucesión de pircas, el adobe se cambia por piedra y aparecen los primeros nogales, que hablan de una temperatura más fría. Desde Lo Calvo, pueden tomarse rutas hacia El Cobre, Las Bandurrias, San Esteban o a Santa María.

Modelo colonial

Cuatro avenidas perimetrales: O'Higgins, Yungay, Chacabuco y Maipú, encierran un damero de 7 por 7 cuadras, en donde anida la ciudad. Lo notable es que todo lo construido allí es de una hermandad tipológica y temporal. Las casas, a lo largo de las calles, son de fachada continua. Casi todas de una altura o altura y media, una medida colonial. El material más común es el barro moldeado como tapial o adobe. Elementos estructurales, de soporte y ornamento, están hechos de madera; como sus aleros sobre la vereda. Pilastras, cornisas, frontones de la casa post-colonial, se repiten casi idénticos en las fachadas, lo que expresa una arquitectura de aspiraciones comunes y que, más que la individualidad autoral, busca una imagen colectiva.

Los aleros, tan generosos, también hablan del sentimiento público que busca regalar un resguardo ante el sol o la lluvia.

Caminando San Felipe, la pregunta siempre es la misma. ¿Por qué esta ciudad supo mantener su imagen dentro de los cánones de lo colonial, y sigue reproduciendo los valores de esa arquitectura? Por otro lado, ¿aquí nunca hubo terremotos? Algo más, ¿acaso los sanfelipeños fueron inmunes a los modelos comerciales afuerinos y la ilustración iconoclasta que destruye lo patrimonial? Un buen lugar para pensar una respuesta es su plaza.

Pilar de esquina

El símbolo de esta cultura arquitectónica es el pilar de esquina que, se piensa, nació para liberarla del encuentro ciego de los muros. Así, esta columna puesta en el vértice, generaba un espacio vacío que podría servir para el comercio. Alfredo Benavides, historiador, añadió que el pilar, además, reforzaba la esquina. Con todo, parece que también pudo ser una solución estructural: el pilar, con su fortaleza, es capaz de soportar el peso de la estructura del techo, además de evitar que los muros choquen entre sí al momento de un terremoto. Si fue un detalle arquitectónico en busca de más espacio… eso vino por añadidura. Como sea, tal abertura y su pilar enriquecieron la esquina, le dieron más luz; la hicieron visible desde las calles que la enfrentan, y permitieron una segunda puerta, sin tocar la principal por donde se entraba al primer patio.

El mayor número de pilares está en la Alameda de Chacabuco. La mayoría son de finales del siglo XVIII, de algarrobo, con bases de piedra o de madera y en solares fundacionales.

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