El arte y el poder

La última novela de Julian Barnes se agradece con aplausos pues está entre lo mejor de su obra. Recordará el lector "El loro de Flaubert", obra maestra de la metaliteratura, o los cuentos de "La mesa limón", en medio de una producción de las más interesantes del dream team británico. "El ruido del tiempo", esta breve pero intensa y aguda novela, en vísperas de la conmemoración de los cien años de la Revolución Rusa, se cuelga del personaje del músico ruso Dmitri Shostakóvich y su tensa relación con Stalin para desarrollar un panorama tenso y no exento de humor negro de las difíciles relaciones del arte con una dictadura.

Más que reconstruir la vida del músico, "El ruido del tiempo" muestra sus renuncios y sometimientos ante el tiránico Iósif Stalin, alcanzando cimas conmovedoras con una elegante prosa, fina y ágil.

Los interrogatorios que debe sufrir son escenas inolvidables, desgarradoras, de esas que solamente la distancia del tiempo han tornado tragicómicas.

La relación de los músicos rusos de su tiempo con el Partido Comunista, los exiliados, los sometidos, los avasallados, los rebeldes. Todo ello va tejiendo una galería de personajes cuál más imborrable.

Shostakóvich sufre con sus manos impropias para el piano, componiendo la música heroica que el Soviet prescribe y al mismo tiempo busca su propia música. Su admiración por el exiliado Stravinsky es prohibida y vigilada. Debe decir lo que hay que decir y hacer lo que hay que hacer. La estética oficial del realismo socialista choca con una música inspirada que conocimos en las bandas sonoras del Hamlet ruso y el Lear ruso, dirigidas por Grigory Kózintsev, donde se filtra Skostakóvich imborrable en las narices del aparato del partido.

"Lenin consideraba deprimente la música. Stalin creía que comprendía y apreciaba la música. Jruschov despreciaba la música. ¿Cuál de estas cosas es la peor para un compositor?", se pregunta el Shostakóvich de Barnes. "Lo único que sabía era que aquel era el peor momento", parte la novela una y otra vez.

Shostakóvich no zozobra, no muere, sobrevive a costa de múltiples microtraiciones dando un duro retrato del artista en condiciones de excepción. Una gran novela, se lee con rapidez pero deja un sabor de lenta combustión, una reflexión feroz sobre el arte y la política en el siglo XX. Para reservarlo.

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Las naciones y las personas seguras de sí mismas emplean su idioma con orgullo y confianza, como muestra de que saben quiénes son y adónde van".

Hace poco regresé al país en un vuelo de Iberia. Antes de aterrizar en Santiago, los pasajeros escuchamos al piloto dirigirse a su tripulación a través de los altavoces. El capitán ordenaba, como es usual, preparar la cabina para el aterrizaje controlando el cierre de las puertas mediante una "comprobación cruzada". Esta última expresión me dejó perplejo, hasta que entendí que el piloto se refería a esa maniobra habitual que otros aviadores creen indispensable llamar "cross-check" (un doble control del cierre de puertas). El piloto —español, por su acento— había traducido esa orden mediante un conciso equivalente en nuestro idioma. Y la mejor prueba de que su traducción fue eficiente es que los tripulantes la entendieron y el avión no se estrelló por falta de "comprobación cruzada".

Me tranquilizó comprobar que dar instrucciones en simple castellano no disminuye las capacidades aerodinámicas de los aviones. Pero esta satisfacción me duró poco. Llegado a mi casa, quise informarme de lo ocurrido en mi ausencia revisando los diarios chilenos. Abriéndome paso entre enormes anuncios publicitarios, plagados de "sales" en los "malls", me encontré al fin con una noticia. En ella, un político inteligente e instruido afirmaba que Chile debía intensificar su comercio, sobre todo con países "like-minded".

Seguramente, ese líder quiso decir que Chile debía favorecer el intercambio con naciones de "mentalidad similar" a la nuestra. Ahora bien ¿por qué expresar esa idea tan sencilla en inglés? ¿Se buscaba, acaso, enviar la señal de que los países más afines a Chile son los anglosajones? ¿Se quería reeditar el viejo mito de Chile como la Inglaterra de América del Sur?

Si nuestras élites políticas exhiben indicios de colonialismo cultural, ¿cómo culpar al resto de nuestra sociedad por hacer lo mismo? Hace poco, el presidente de la Asociación Chilena de Agencias de Publicidad afirmó que "el uso de anglicismos [en la propaganda] da estatus". Y agregó: "Cuando tú les pones el inglés a las cosas, se genera un tema en el consumidor de aspiracionalidad [sic]". Esa "aspiracionalidad", en buen castellano, se llama arribismo.

Por cierto, la publicidad no se limita a reflejar el habla y las aspiraciones de una sociedad. También contribuye a moldearlas. Una publicidad invadida de expresiones foráneas es consecuencia de un generalizado arribismo, pero además lo propaga.

Quien piense que exagero podría consultar un estudio sobre el asunto: "Anglicismos y aculturación en la sociedad chilena" (Gerding, Fuentes y Kotz, 2012). Apoyándose en un seguimiento de la prensa por más de siete años, esas investigadoras confirmaron que el arribismo lingüístico en Chile es una epidemia. Los chilenos usamos a diario docenas de anglicismos, sin traducirlos ni adaptarlos, simplemente por pereza o para darnos estatus y mostrar nuestra "aspiracionalidad". Entre ellos es posible encontrar ejemplos como mall (centro comercial); commodity (mercancía); online (en línea); link (enlace); coach (entrenador); running y runners (por carrera y corredores);y hasta peak, como en "hora peak".

De acuerdo, en Chile podría considerarse impúdico llamar "hora pico" (como dicen en España, por ejemplo) al lapso de mayor congestión de tráfico vehicular en nuestras ciudades. Pero, si tanto ofende, ¿qué nos costaría decir "hora punta"?

Nos costaría esto: dejar de ser arribistas. Y para una cultura insegura eso es amenazante. El arribismo cultural encubre una inseguridad profunda. Quien tiene vergüenza de sus propias palabras o las ignora, también tiene vergüenza de sí mismo, o se ignora.

Y así hasta nuestras obras más emblemáticas se tiñen de arribismo. Por ejemplo, construimos la torre más alta de Sudamérica en un país de feroces terremotos. Valiente. Pero se nos ocurre emplazarla en un "mall" llamado "Costanera Center". No podemos llamarlo Centro Comercial Costanera, eso no. Sonaría demasiado local y poco "aspiracional". En cambio, un complejo comercial con nombre semigringo refuerza nuestra ilusión de que pronto el país completo amanecerá anclado frente a Miami. Entonces, por fin, todos habremos "arribado". Sólo para descubrir que en esa parte de Estados Unidos la mayoría habla en español.

Las lenguas cambian, se mezclan y cruzan todo el tiempo. El préstamo lingüístico entre idiomas es saludable. Pero una cosa es incorporar palabras que nos faltan, y otra desechar las que tenemos para farsantear pareciendo lo que no somos. Los arribistas quedan como torpes copiones; con frecuencia ante los propios gringos a quienes admiran.

Aquel piloto de Iberia sabía que su avión no se iba a estrellar si las instrucciones de vuelo se daban en castellano. Las naciones y las personas seguras de sí mismas emplean su idioma con orgullo y confianza, como muestra de que saben quiénes son y adónde van.

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