Betina es la típica mamá judía; en esa familia ella es el ministro del interior, y él, el canciller". Amigo

Lo dice un cercano: Betina Friedman habla y entiende bien el español, pero públicamente se hace "la gringa". ¿Por qué? Porque muchos se acercan a ella y a su marido, Leonardo Farkas, en busca de recursos; entonces, la mujer, agrega este amigo, se refugia en su idioma natal como una forma de mantenerse al margen de esa sucesión de pedidos de ayuda. Para eso está su esposo. Tina, como le dice todo el mundo, prefiere el segundo plano.

En 2014, Farkas creó Administradora Funds, encargada de manejar sus activos (su fortuna se estima en más de US$ 100 millones), cuya propiedad comparte con la mujer con quien lleva 22 años casado. En caso de que Leonardo muera, Betina se quedará con los derechos.

¿Sabe ella de negocios? "Ella no habla de eso", dice el mismo amigo. Betina estudió Decoración en la prestigiosa Parsons School of Design, Nueva York. Pero su vida, de alguna forma, ha girado en torno a empresarios: sus abuelos Clara y Raymond Parker eran los dueños del neoyorquino hotel Concorde, que hasta los 90 fue el más grande de EE.UU.: más de 1.200 habitaciones. Y tenían además otros hoteles por el país.

Pero la hija de Harold Friedman, jefe de cirugía del Hospital de San Juan en Yonkers, Nueva York, que murió en 2010, y de Naomi Parker, quien murió de cáncer ocho años antes, no comenzó su vida laboral en los negocios o en un cargo ejecutivo. Según contó su hija Natasha en 2011, en un trabajo escolar para el Nido de Águilas, "cuando era más joven, mi mamá trabajaba como instructora de esquí en un resort. Después tuvo un trabajo de diseñadora de interiores".

Tasha, como le dice la familia, es la mayor de los tres hijos de Betina y Leonardo Farkas. Le siguen Tatiana y Daniel. "Tengo una relación muy cercana con ella", agrega la hija en el mismo trabajo para el colegio. Una persona cercana a los Farkas agrega: "Betina es la típica mamá judía; en esa familia, ella es el ministro del interior, y él, el canciller".

Pocas amistades

De pocas amistades, entre ellas Tonka Tomicic, los cercanos a Betina son más bien la familia de su marido. "Se llevan muy bien", dice un cercano. Su reducido círculo también se debe, como ella misma dijo —en una de las pocas entrevistas que ha dado— a revista Sábado en 2008, a que "acá la gente está metida dentro de una caja y no sale de ahí. Me tomó tiempo hacerme amigos, son muy cerrados los chilenos".

En los eventos de la comunidad judía en Santiago se la puede encontrar en fotos junto a su suegra Catalina Klein. En Estados Unidos le quedan dos hermanos, Rebecca y Miqueas, pero ellos no vienen frecuentemente a visitarla, dicen en su entorno.

En Chile, Rubén Campos era su diseñador preferido, aunque ella alguna vez fue criticada por su estilo, que incluye joyas diseñadas por su marido y pieles de animal como abrigo. Ama los autos. "A mi señora le gustan los convertibles. Por eso le compré el Lexus Pebble Beach Edition convertible, único en Chile. Pero ella siempre había querido el Bentley Continental. Entonces, le dije: "te compro este primero para que aprendas a manejar en las calles". Hasta que hace un par de meses estuvo en el showroom Bentley Square de Londres y vio este Bentley celeste", dijo Farkas en el sitio Racing5.cl

Sobre sus viajes, su cuenta de Instagram, betinafarkas, muestra paisajes de Hawai, Francia, Nueva York, Kuwait, Inglaterra y playas de tono caribeño y yates sobre aguas transparentes.

De familia conservadora y con dinero, su relación con éste es relajada."Yo tengo mi plata, pero es mucho menos de lo que la gente cree", dijo a Sábado. "Nos gusta disfrutarla, y cuando le das a alguien la disfrutas mucho más. Pero hay gente con mucha más plata que nosotros en Chile".

Chile por dos años

"Simpática, cordial y descomplicada", dicen de ella, pero también de "carácter, aunque no impositiva". Y eso lo deja claro en las pocas veces que ha hablado en prensa. "Leonardo me obtuvo a mí, pero plata, nada", dijo en 2009 sobre su matrimonio con el que, en ese momento, era un músico que había conocido en uno de los hoteles de su familia. "Mis papás casi se murieron cuando conocieron a Leonardo. Me dijeron ‘Tina, un músico, tienes que tener cuidado, no queremos que vayas por el camino equivocado'. Fue un shock para ellos; luego lo adoraron".

También lo demostró cuando, al surgir la idea de venirse a Chile, ella le dijo a su marido "ok. Te doy dos años"… Fueron más y no todos buenos. En una entrevista contó que "estuve muy deprimida los primeros dos años. La gente en Chile es agradable, pero todo el mundo anda estresado, la gente maneja pésimo. Cuando vivíamos en Boca Ratón, Leonardo cocinaba, llevaba los niños al colegio, jugábamos golf. En Chile, apenas lo veo. Llega a comer y luego vuelve a trabajar hasta las tres o cuatro de la mañana. Lo conocí como hombre orquesta y hoy es un empresario estresado".

Quizás por eso alguna vez dijo que estaba lista para volver a Estados Unidos en cualquier minuto. Y ocurrió en 2012, cuando regresó junto a su familia a un departamento de Manhattan y comenzó a aparecer en citas sociales de la comunidad judía allá y en eventos de beneficencia. Como si nunca se hubiera ido.

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A las 22 horas de un miércoles, el restaurante Naoki está lleno. Con la conversación animada de 65 clientes como ruido de fondo, en el rincón derecho de la barra las manos de Marcos Baeza están en movimiento incesante. Corta pescado, limpia cuchillos, forma bolitas de arroz para nigiris, agrega unas gotas de aceite de trufa blanca a un plato de salmón con cacho de cabra. Y mira, siempre mira, el trabajo de los chefs, a los garzones y a los clientes.

Son 28 personas que trabajan en uno de los restaurantes más celebrados de Santiago desde que abrió sus puertas en enero de 2014. Baeza es el maestro director de la orquesta. En otro momento, en la tranquilidad después de la hora de almuerzo y antes de la vorágine de la noche, describe su oficio.

—¿Cuál es su rutina diaria?

—Al despertar, lo primero que hago es llamar a los proveedores. Trato de programar mi día en función a los productos que voy a cocinar en el día. Hay algunos que están en el terminal pesquero y me llaman a las 2 de la mañana, cuando empiezan a llegar los camiones.

—¿No le dejan mensajes a esa hora?

—No, me llaman. Anoche hablé a las 3 de la mañana con uno porque estaba preocupado de qué me iba a traer el día siguiente. Hoy, otro de ellos se fue a la playa y nos va a traer pescado de roca él, fresco. Tengo muchachos de la caleta, uno de ellos se llama Gabriel, y él va directamente a la playa y manda fotos. Ayer nos trajo un lenguado, que fue cazado antenoche. Nos manda una foto tomada en la oscuridad, con el pescador y el pescado colgando. El pescado llega acá y uno se da cuenta de que el pescado está fresco. El pescado cuando viene saliendo del agua tiene una babosidad natural, es como si tuviera una crema y uno pasa la mano y se resbala. Aunque lo laves mucho, queda una babosidad en su carne. Son detalles.

—¿Esos detalles los revisa usted?

—Yo soy el primer control de calidad para este restaurante. Después de despertarme pensando en el pescado que me llega acá, lo reviso y veo si realmente califica o no. Con los mariscos pasa exactamente lo mismo. Y todos son 100% frescos. La única cadena de frío que tienen es la cadena de frío natural, para que llegue en perfecto estado, para que su carne no cambie de sabor ni de textura. Hay que revisarlo porque muchos pescadores son todavía demasiado artesanales y no meten el pescado al hielo al sacarlo del mar.

—Y en Japón, ¿la preocupación de los pescadores es distinta?

—Sí, en Japón es otra cosa. El pescador japonés entiende porque toda la vida han comido pescados. En el mercado de Tokio yo vi cómo limpiaban el pescado, y es muy distinto a como lo trata un limpiador de pescado en nuestro terminal. Allá das vuelta un pescado y te das cuenta de que nunca se abrió la fibra, que es lo más importante para esta comida.

—¿Cuándo nació su interés por cocinar?

—Yo soy de campo, de Lolol. La que me cautivó con todo esto fue mi abuela. Ella cocinaba, estaba en los asados siempre. Yo a los 9 años sabía matar a un animal, a despostar a un animal, porque en mi familia siempre se hacía así. A los 12 años competíamos con los tíos para ver quién era más rápido.

—Y de ahí se trasladó a la ciudad.

—Vine a Santiago a estudiar en 1994, a los 18 años. No quedé en el Inacap, y de ahí fui autodidacta. He hecho cursos de cocina, y he trabajado con muy buenos chefs. He tenido suerte.

—Después aterrizó en el restaurante Sakura.

—Yo no sabía si era japonés, chino, tailandés o vietnamita. Era muy joven. Para mí, todo era oriental, todo era chino. Me entrevistó Shinishiro Otaki, el chef ejecutivo del restaurante. Siempre el chef ejecutivo es el que está detrás, el que menos cocina. Cuando voy el segundo día, me presenta al chef que estaba ahí, a Naoki Fukasawa. Lo primero que hizo él cuando me saludó me empezó a hablar en japonés. Sentí que yo no tenía que hablar más. Me di cuenta de que eran japoneses, que era otra la onda de la cocina. Antes, siempre había estado encerrado en una cocina. Me paré detrás de la barra y miré al restaurante y era todo nuevo para mí.

—¿Cómo fue el proceso de entenderse con Naoki Fukasawa, y de llegar a ser un itamae, un cocinero de comida japonesa, literalmente el que está delante de la tabla de cortar?

—No es fácil. Al principio no me hablaba. Sólo por mi trabajo, por lo que hacía y cómo lo hacía, él se dio cuenta de que me podía enseñar, y que él también podía descansar un poco más. Me repetía todo los días que yo era una persona que tenía suerte porque él me estaba enseñando. Muy japonés. Y si lo hacía mal, me llegaban patadas. Primero, sólo limpié pescados. Después me enseñó a hacer arroz japonés, me enseñó a hacer el vinagre.

—¿Es verdad que un itamae es capaz de hacer una bolita de arroz con todos los granos en el mismo sentido?

—Debería. Sentimos el peso en la mano, que deberían ser de 10 a 12 gramos por cada bocado de arroz. Naoki me pasaba un paño que se llama oshibori, el que se usa para limpiar las manos. Ese paño se dobla en forma especial y queda en la forma de un nigiri (la bolita de arroz con pescado). Yo practicaba con el paño los movimientos del nigiri. Después que practiqué, me puso en su tabla al lado de él. Hice 200 bolitas de nigiri. Si hacía una mala, paff, me pegaba. Aprendí a golpes. Pero como no me gusta que me peguen, era aplicado. Fui un buen alumno.

—¿Cuánto tiempo estuvo con Naoki?

—Cuatro años.

—¿Y después?

—El se fue a Shanghai y de ahí a Australia. Hoy en día él no sabe que tengo un restaurante que tiene su nombre. Lo he buscado, pero no lo encuentro.

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