Es muy difícil que me llegue a gustar un paciente, porque en la consulta no soy yo"

Su discurso sobre el amor y el sexo es resuelto y categórico. Es dueña de una lengua afilada y una pluma audaz cuando teoriza sobre estereotipos y fetiches masculinos y femeninos en radio o en sus columnas en The Clinic, Hoy x Hoy y el Huffington Post de España. Parece una mujer infranqueable, impermeable e indomable... hasta ahora.

Constanza Michelson (38), psicoanalista, autora del libro "50 sombras de Freud", está en su casa de Vitacura. La viñamarina titulada como psicóloga en la Universidad Diego Portales irradia energía. Mientras cuenta que ya trabaja en su segundo libro, revela que hace un año se casó por segunda vez.

Posa el café en la mesa de centro y se acomoda en su sillón; relajada y segura, tal como lo hace junto al diván de su consulta, donde abandona su rol extrovertido y mediático para transformarse en la terapeuta que atiende, según ella, a neuróticos, deprimidos y angustiados. Ella pregunta y escucha.

—¿Tus pacientes han leído tus columnas en The Clinic?

—Algunos llegan porque han leído las columnas y otros me encontraron por internet. Es verdad que cuando comencé a hablar del amor y del sexo me visitaron personas con la fantasía de que yo tenía la fórmula para resolver eso, y no es así.

—Es entendible, a juzgar por lo que escribes.

—Claro, y si no los puedo sacar de ese problema, se frustran y se van. No soy sexóloga. No me interesa la técnica sexual, sino la política o la neurosis del sexo, de cómo nos pega el hecho de que antes la sexualidad era reprimida y hoy hay una obligación por ser sexual.

—¿Algún paciente te ha manifestado un claro deseo sexual?

—No me ha pasado algo que se escape de las manos. A veces, los pacientes verbalizan que tú les pareces ciertas cosas, pero si lo manejas bien, el tema se cae.

—¿Cómo manejarías a un paciente que te desea?

—Tendría que dejar el caso. A veces suceden estas cosas histéricas en que uno cree estar enamorado del profesor, del jefe o la terapeuta. Pero si uno se ríe de eso, o se corre sin ponerse nerviosa, el tema queda ahí. Hay que trivializar el asunto y evitar que siga creciendo. Como terapeuta, no puedo hacerme cargo de ese deseo, ni sentir que me están halagando o dar las gracias u ofenderme. Tenemos que desentendernos.

Jugando al muerto

—¿Esos pacientes llegan prejuiciados al saber que eres rubia y atractiva?

—Siempre llega alguien prejuiciado. Eso nos pasa a todos; pero a diferencia de otras prácticas, en una sesión de psicoanálisis, uno no saca provecho de las idealizaciones del paciente. Si alguien llega por mis columnas y cree que yo voy a ser muy liberal, trato de devolverles eso.

—¿Les dices que no eres liberal?

—No. Le devuelvo la pregunta, le digo: ‘ok, pero, ¿cuál es tu tensión con lo que llamas liberal?'. Finalmente, la persona está pagando para que uno hable de ellos. Yo no me muestro como ejemplo de algo ni doy explicaciones.

—¿Te ha pasado algo así?

—Sí, con hombres y mujeres, y es el motivo por el cual me resistía a exponerme en los medios. Sucede que los pacientes a veces se enojan cuando no les hablas, pero uno no puede actuar simétricamente, ni cuando creen enamorarse o cuando te odian.

—Tony Soprano y su psicóloga terminaron enamorándose…

—Puede pasar, pero a mí no. Yo creo que hay harto de ficción en eso. Es muy difícil que me llegue a gustar un paciente, porque en la consulta no soy yo, y además porque la otra persona te está mostrando todas sus miserias.

—¿Cómo es eso de que no eres tú? ¿Podrías elaborar esa idea?

—Uno tiene que jugar al muerto, y eso les empelota muchas veces a los pacientes, porque hablamos poco. Pero es porque debemos posibilitar que el otro se escuche.

—¿El paciente busca que lo quieran?

—Claro, pero uno no se puede hacer cargo. Se forma una relación distinta a las que se crean fuera del diván. Se produce una suerte de intimidad inconsciente.

—¿Qué pasaría si te enamoras de uno?

—Tendría que dejar el caso inmediatamente. Eso sería lo ético, y luego ver qué pasa. En una de esas...

—¿Le cobrarías la consulta?

—No se la debería cobrar. Es más, quizás tendría que devolverle todas las anteriores.

—¿La realidad es muy lejana a eso?

—Deben haber historias. Pero a mí me parecería terrible, porque ese paciente no sabe nada de mí, salvo los que llevan años y que me han conocido por lo poco que hablo o por lo que me leen, aunque yo ficciono bastante mis historias.

—Esa ficción te puede jugar en contra…

—Lo he pensado muchas veces, pero no puedo hacer otra cosa. No puedo ser tan aséptica fuera de la consulta. Tomé este camino de escribir con el riesgo que conlleva. Fíjate que ni siquiera nos miramos con el paciente, porque está acostado en el diván y yo estoy detrás.

Objeto del deseo

¿Te mantienes igual de firme si frente a ti tienes un tipo muy atractivo?

—No, uno va cambiando su postura y entiende que hay pacientes con los que hay que poner más distancia, con otros donde puedes acercarte más, ser divertida o pesada.

—¿Cuándo te alejas?

—Cuando el otro es demasiado avasallador. Ahí hay que poner los límites. Lo invito a ubicarse. Hay otros que son chistositos, pero no me río y con los deprimidos, me río mucho.

—¿Te gustan tímidos o audaces?

—¿A mí?

—Sí

—Ehh, audaces.

—¿Por qué bebiste café antes de contestar?

—Es que tuve que pensarlo. No me gustan los minos o los llamados zorrones, porque mi primera gran decepción fue con un tipo así en mi adolescencia. Ahí aprendí que debía buscar un hombre que me quisiera más a mí que yo a él. El mino es demasiado narcisista. Para él, la mujer es un pedazo de carne. Debe ser audaz, no tímido; porque el que no sabe ser cazador, no pasa nada.

—¿Te sientes guapa, rica?

—A veces. Lo que pasa es que tengo una hermana demasiado guapa. Fue Miss Chile cuando ese concurso aún tenía glamour. Yo soy nada que ver con ella. Cuando la acompañaba a grabar comerciales, pensaban que no teníamos el mismo papá, que éramos medio hermanas. Entonces, por mucho tiempo me di cuenta de que no podía competir como rica, así que traté de ser la inteligente. Pero finalmente todo era un juego. Ella también es inteligente y yo, bonita. Me costó integrar el tema del cuerpo. Hoy funciono al revés, no me obsesiono con la carne, porque me entretengo desde otros lugares.

—Pero te debe importar ser deseada…

—Aún me siento deseada y me quedan muchos años de eso. Por eso no me gustan los minos, porque yo quiero ser el objeto del deseo.

—Y tú, ¿deseas también?

—Desde el punto de vista de la erótica, te soy muy franca, deseo que me deseen. O sea, me gusta mi hombre, lo encuentro rico, pero me gusta más si me siento deseada.

—Suena algo egoísta, quieres que te deseen, pero tú también debes provocarlo.

—Cada cual seduce con su técnica. Pero despertar el deseo del otro no tiene que ver con comprarse un disfraz, sino con dar algo, ofrecer, no esperar ni demandar.

—¿Tienes esa contradicción de querer ser objeto de deseo y a la vez no serlo?

—Todo el rato. Desde el punto de vista social, no queremos ser tratadas como objeto, pero en la erótica, una sí quiere. Lo que uno busca es seducir al otro y despertar su deseo. Cuando no funciona es frustrante. Es como si tú estuvieras aburrido conmigo en esta entrevista. Eso sería un fracaso para mí, no estaría despertando tu deseo de seguir preguntando.

—Tranquila, eso no ha pasado... ¿Recoges de tu experiencia personal aspectos para escribir?

—Sí, me uso mucho como objeto de estudio. El separarme fue una segunda vuelta para revivir todas estas lógicas. Volver al mercado después de tantos años es medio brutal, pero tuve que entrar, porque tenía 33 años, y necesitaba tener más vida, loquee un poco y me casé de nuevo. Aprendí que es mejor casarse que arder, como dice el cuento de Clarice Lispector. Ella dice que el matrimonio es más fome, pero arder no es sostenible en el tiempo.

—¿Qué te dijo tu marido cuando leyó tu columna en The Clinic titulada: ‘Me falta pico'?

—La publiqué en España, y como allá no entienden la palabra ‘pico', la titulé: ‘Yo, la mal follada'.

—...

—No podría estar con alguien que no aceptara lo que hago. Cuando le dije que iba a escribir esa columna le pregunté si le daba lata. Le dije que les explicara a sus amigos que el título no era por él, que leyeran el contenido antes de pensar eso. Le pedí que les dijera a sus papás que no la leyeran; lo mismo con su familia, que querían que les regalara el libro. Mi mamá tampoco lo ha leído. Más bien pienso en qué minuto voy a permitir que mis hijas me lean.

—Parece que hay pudor.

—Pero por supuesto. Soy como Luksic, poderosa, pero también un ser humano. Estoy llena de dudas, soy una neurótica igual que todos. Y menos mal; si no, sería un ser insoportable. Decir todo lo que uno piensa es lo menos comunitario que hay. Tener dudas e inhibiciones nos permite convivir con los demás. Por eso que esa fantasía del coaching, de ser más seguro, es peligrosa. Por ejemplo, en la serie "Vikingos" están conectados con la naturaleza, no tienen neurosis; entonces, si uno ofende al otro, te cortan la cabeza y asunto arreglado, pero si tú me ofendes a mí, tendría días de insomnio y hasta colon irritable por la inseguridad de no saber qué hacer.

—Gracias, se acabó el tiempo.

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