El desierto más generoso es aquel que promete un oasis final. Con ese anhelo se recorren las soledades y las arenas de los 92 kilómetros que existen entre Calama y San Pedro de Atacama.

Durante el trayecto, a lo lejos, apenas el amarillo de una planta de pingo-pingo o un cachiyuyo apaciguan el rigor con que las montañas de la cordillera de Domeyco o la de Barros Arana anteceden a este despoblado estéril y solitario.

Tras el Llano de la Paciencia y sobre los cristales de la cordillera de la Sal aparece, gratificante y verde, San Pedro de Atacama: un jolgorio urbano en medio del desierto más seco del mundo.

Bellos hoteles, hospedajes de diversos tipos, aguas, restaurantes, cafés, mariposas y campings continúan sustentando la vocación y cosmopolitismo del lugar que ha sido el centro más poblado desde épocas prehispánicas hasta hoy.

Bajo los pimientos de la plaza se puede contemplar la nobleza de la iglesia. Está allí desde 1641, con posteriores cambios en los muros y la torre. Cerca, una notable casa incaica que el mito urbano quisiera que fuese la de Pedro de Valdivia para así contribuir a la leyenda.

Aun cuando el territorio está poblado desde hace unos 8.000 años, el pueblo es hispano. Tras ser conquistado hacia 1450 por los incas —que tuvieron su centro en la cercana Catarpe— por allí también pasó Diego de Almagro en 1536 y más tarde, en 1540, Pedro de Valdivia que promovió la toma de la fortaleza de Quítor, que aún muestra su severa y grácil soberanía sobre aguas y horizontes.

Al frente de la plaza, un pasaje se constituye como un largo mostrador de artesanías en piedras, metales, extrañas y coloridas semillas, telas, hierbas medicinales, ropas y mermeladas, todas, prodigiosas creaciones y materias nacidas desde el corazón del lugar.

Aquí, la idea de oasis decanta colorida y perfumada, bajo la tutela siempre majestuosa del volcán Licancabur, allá empinado a casi 6.000 metros de altura.

De repente, el pueblo puede entenderse como un campamento con sus preparativos estratégicos. Se traslada agua en bidones. Se engrasan bicicletas todo terreno; alguien afina un motor, se recambian ruedas… Y se grita en inglés, francés, alemán… poniéndose en acción las ofertas que pequeñas agencias de turismo ofrecen a los que deseen aventurarse por los derredores desérticos. Una visita obligada es la aldea de Tulor, un asombroso conjunto de barro con habitaciones de volúmenes circulares, que se pueden mirar sobre el nivel del techo. La arena que antaño las cubrió, las preservó para que ahora conozcamos lo que fue el primer arte habitacional del desierto.

El Valle de la Luna, otro destino cercano, promete un espectacular paisaje geológico, con extrañas y agudas colinas filosas que brillan, titilando sus sales y minerales fantasma.

Son muchas las excursiones que se emprenden desde San Pedro. En un día se puede orillar todo el salar. Hacia el sureste los destinos son Toconao, Alitar, Taladre, Peine, Tilomonte, lugarcitos de origen prehispánico, con aguadas, terrazas de cultivos, tamarugos, lagunas, flamencos, canteras. Siempre mirando un paisaje azul, un océano de sal que destella y confunde juguetón.

Para los que se quedan en el pueblo, la expectativa del descubrimiento y el asombro es múltiple; quizás inédita. Es que hay temas que sacuden: el museo, el cementerio, los ayllus o una larga conversación sobre la arquitectura local, caminando.

Desde dentro del cementerio, la mirada se eleva hacia el Licancabur; quizá un espontáneo gesto que lo reconoce como la máxima divinidad.

Hermosos mausoleos de barro y madera acusan milenarias influencias estilísticas. Aunque son los nombres en las tumbas los que se dejan leer, cantarinos e inspiradores: Titi Cahoca, Francisca Chinchilla, Saturnino Nieves, Sabino Aymani. Realismo mágico que evoca ángeles o guardianes de tanta cosa que vemos y santificamos por primera vez.

Los ayllus son las comunidades agrícolas que rodean al pueblo. Todos constituidas por familiares y tradiciones comunes que rigen desde las épocas en que hombres y mujeres domesticaron plantas y animales.

Larache, Solor, Checar, Coyo, Séquitor, Yaye y Quitor son algunos de ellos. Callejones sombreados de chañares y algarrobos dejan caminar y mirar entre plantaciones de extraños maíces, zapallos, frutos tropicales. De pronto, bordeando Séquitor y a la ribera del río San Pedro, estalla una aparición: es Karen Luza, la atacameña solitaria que lee, ampara caballos y cuya antigua belleza hace pensar que en realidad esto fue un señorío y ella, la señora de Atacama.

San Pedro siempre propone moverse. Por sus callejuelas y derredores se ejercita una travesía que lo construye a la medida y gesto del viajero. Casi siempre se ve el logro de una arquitectura memoriosa que a cada paso nos recuerda el territorio, ya sea desde su emplazamiento o desde sus materiales. Está, sobre todo, la de los grandes hoteles, proyectos felices que han sabido reinterpretar —sin folclor— los valores ancestrales de la imagen del oasis: lo hospitalario, lo generoso, lo sencillo, las alturas compartidas… Esas desde donde se ilumina el viaje cuando salen billones de estrellas del atardecer.

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